Vi El clan el día del estreno, que por un milagro de la distribución pasó por el único cine de San Clemente. La sala estaba casi llena, algo insólito para un día de semana fuera de temporada. Esa pequeña multitud presagiaba que El clan batiría récords de espectadores, y en pocos días alcanzó el millón de entradas vendidas. A mi lado se sentó un vecino que trabaja en el banco del pueblo. Me comentó que no era de ir mucho al cine, pero que le interesaban las películas basadas en hechos reales. La historia de los Puccio, uno de los casos policiales más siniestros y fascinantes de todos los tiempos, era ideal para él.
La idea de que una prolija familia de rugbiers de San Isidro sea en realidad una banda de secuestradores y asesinos invita a preguntarse quién es esa gente capaz de elegir las víctimas entre sus amigos y vecinos, de usar contra ellos la afinidad generada por la geografía y la extracción social que algunos invocan para vender propiedades, hacer negocios o convocar a buenos puestos de trabajo en la administración pública o en la empresa privada. Los Puccio usaban esa confianza para delinquir, pero nadie sabe cómo eran en la intimidad porque no hay testigos que hayan hablado.
La película de Pablo Trapero se ocupa en parte de las circunstancias políticas del final de la dictadura y de las relaciones de Arquímedes Puccio con los represores desocupados, un embrollo cuyos matices siguen siendo oscuros a treinta años de su detención.
El clan habla del misterio de la familia Puccio. Y no lo devela, en parte porque la película se detiene al borde de imaginar una dramaturgia. Los Puccio de Trapero no son shakesperianos, pero tampoco de telenovela. De ahí la perplejidad de los espectadores a la salida, que no aplaudieron y terminaron conformándose con fragmentos de información que desconocían, con un tono frío completamente ajeno a las películas previas de Trapero y con las rutinarias actuaciones de Francella y el resto de la familia, con la posible excepción de Gastón Cocciarale (Maguila), cuya encarnación de un monstruo es menos cohibida y previsible que las del resto.
Pero más allá de la psicología imperante en esa casa maldita de San Isidro, hay otras preguntas que El clan sugiere. Por un lado, el origen histórico, político y social de los Puccio, pero también una más simple: ¿qué representa ese núcleo de criminales? Por ese lado se llega a dos interpretaciones contradictorias. Una es tranquilizadora de tan políticamente correcta: el clan es un producto de la dictadura (Puccio estaba ligado a los servicios de inteligencia y a los torturadores que se quedaron sin trabajo) y de la burguesía católica tradicional de los suburbios acomodados: los demás, los espectadores curiosos, no tenemos nada que ver con eso. La otra es un poco más tenebrosa: que los Puccio se parecen más a ese espectador perplejo de lo que él mismo está dispuesto a aceptar, que las relaciones de afecto y solidaridad de esa familia que complementa de un modo poco ortodoxo los ingresos de sus múltiples trabajos se parecen demasiado en su tribalismo, en sus lazos de afecto y solidaridad a las del inocente ciudadano común, empleado bancario o director de cine.
Hay algo insidiosamente personal en una película que no lo parece en lo más mínimo.