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Apuntes en viaje

Monte

Cuando estamos más cerca vemos que son una familia, hay varios cachorros, y que además son una rareza: el pecarí de collar. Son muy hermosos, realmente.

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Monte. | Marta Toledo

Llegamos a Miraflores (la puerta del Impenetrable, dice un cartel) pasado el mediodía. Es domingo y hace 35 grados, aunque estemos en otoño y el pronóstico, que consulté ansiosa la última semana, haya prometido entre 12 y 25. Estacionamos en la casa de Cusico, un productor de miel que va a llevarnos en su camioneta los 100 km, por camino de tierra, que nos separan de La Fidelidad, el corazón (o uno de los corazones, ¡es tan grande el monte!) del Impenetrable. Mientras esperamos con Naty a Raquel y Alina, Cusico nos muestra algunos cajones de abejas que tiene en el patio, no son los cajones que se usan para producir miel sino unos cajones para cazarlas en el monte. Unas abejas muy pequeñas y amarillas revolotean alrededor, nunca vi unas así.

Apenas empieza el viaje, nos abalanzamos sobre el táper de empanadas que trajo Alina. Alina es cocinera, tiene un pequeño restaurante, Anna, en el campo donde viven además sus padres, donde su papá planta mandioca; escucharlo hablar de sus plantas (cultiva tres o cuatro variedades) es una delicia: “Ella duerme unos meses allí protegida del frío, cuando empieza el calor su nido de tierra se calienta y ella despierta”. Paco empezó a trabajar con la verdura de muchacho: vendía empujando un carro, así conoció a la mamá de Alina; se casaron y se instalaron en esa tierra que era de la familia de ella. Hace mandioca, hace variedad de zapallo, sandía… en la casa hay algunos perros, uno negrito, mediano, me llama la atención, parece chúcaro: “No –me dice Pablo, el marido de Alina–, no es chúcaro, es viejo y ve poco, por eso parece desconfiado. Lo encontramos en una sandía cuando era cachorrito, lo abandonaron, no sé cómo llegó al campo, pero cavó una sandía y lo encontramos durmiendo adentro. Se llama Sandy, claro”.

Cusico maneja rápido por un camino destruido por las últimas lluvias. En un tramo vemos las máquinas estacionadas a un costado, la ruta que parece que es una promesa que se viene haciendo demasiado larga, que llegará hasta donde empieza el parque nacional El Impenetrable. También hay postes, un obrador, porque están haciendo el tendido eléctrico. Pero por ahora las huellas secas, hendiduras profundas en la tierra, hacen saltar la camioneta y el pobre Cusico terminará rompiendo una pieza del vehículo. Dejamos atrás el último paraje e ingresamos al parque, que es ingresar al monte. Pensamos en tomar mate pero es imposible y peligroso pues vamos como adentro del samba. Bajamos las ventanillas para mirar a los lados, los samú con una panza gordísima como no vi nunca antes, las espinas gruesas; el quebracho colorado también de tal tamaño que yo sola no podría abrazarlo; el palo santo, el lapacho, el timbó… en los bordes del camino, decenas de conejitos de palo, un bicho por demás simpático que salta de aquí para allá; y también burros asilvestrados, los hay por todas partes: adentro del monte y en los caminos, tienen su gracia aunque parece que son bastante agresivos. De pronto, unos metros adelante, vemos un grupo de pecaríes. Como criaturas empezamos a gritarle a Cusico que baje la velocidad, que por favor, que más despacio, que no se espanten. Cuando estamos más cerca vemos que son una familia, hay varios cachorros, y que además son una rareza: el pecarí de collar. Son muy hermosos, realmente.

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Además del polvo, por las ventanillas abiertas entran los olores y los sonidos del monte. Alina, que viene a este lugar desde hace años pues trabaja con las mujeres criollas que viven en la zona, y Cusico, que hace décadas caza enjambres en este monte, nos van diciendo los nombres de los pájaros a medida que los vamos escuchando. Vamos a amar las charatas: a la mañana siguiente cuando despertemos en la carpa, cuando los gritos de las charatas sean una ola que crece entre los árboles, amaremos a las charatas.