COLUMNISTAS

Mórbida y morbosa

Nunca son masivos ni espontáneos los arranques de las grandes calamidades autoritarias. Esta misma palabra, el concepto que ella pretende describir, ni siquiera es aceptada por personas y sectores que proclaman incredulidad y se indignan de las supuestas exageraciones.

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Nunca son masivos ni espontáneos los arranques de las grandes calamidades autoritarias. Esta misma palabra, el concepto que ella pretende describir, ni siquiera es aceptada por personas y sectores que proclaman incredulidad y se indignan de las supuestas exageraciones.
Quienes no ven es porque no quieren hacerlo. Ensayan operaciones de autoengaño, se dicen que no puede ser, que no hay que agrandar los peligros. Alertan contra el alarmismo, conjugan razonamientos ingeniosos e irónicos. Apuntan, sarcásticamente, contra la paranoia de aquellos a los que definen como perseguidos enfermizos.
La violencia, sin embargo, nunca es abrupta ni sorprendente. Se instala como parásito oportunista y mediocre, se presenta como mera banalidad, se infiltra de contrabando, y termina convirtiéndose en pan nuestro de cada día.
Tras la primera década y media de democracia, hacia fines de los ’90 se fue cristalizando en la superficie social argentina un conjunto de formas y modos violentos, acotados pero ostensibles, que marcaban un punto de inflexión. Cuando Menem liquidó en 1990 el último estertor de los zarpazos carapintadas (al precio de deshacer, con sus indultos, las condenas aplicadas por la justicia en la época de Alfonsín), el país vivió un ciclo extenso de relativa paz social.
El derrumbe de aquella era se hizo patente a partir de 1998, cuando se desencadenó una recesión feroz que produjo despidos y pobreza inauditos. En ese contexto se producen las puebladas de Cutral Có y Mosconi, y proliferan y crecen los piquetes de desocupados y excluidos en el Gran Buenos Aires.
Diez años más tarde, y luego del magno colapso de 2001-2002, la sociedad argentina coexiste de manera tácita con una violencia que muta de lo sordo a lo clamoroso. Es un estado de obliteración cotidiana de las normas, mechado por períodos cada vez más cortos de sensatez y rigor, y ciclos prolongados de desobediencia civil, dislates urbanos y violaciones groseras del estado de derecho.
En esos quince años que van de 1983 a 1998, la Argentina tuvo que lidiar con la previsible beligerancia frontal de los desplazados por la democracia, tanto la ridículamente llamada “mano de obra desocupada”, como espasmos sangrientos de ultra izquierda, como el que estalla en enero de 1989 en el ataque a La Tablada.
Pero desde 1998 estamos ante escenarios nuevos y paradójicamente más peligrosos. Son episodios cotidianos y casi siempre sencillos. Ante cada pequeño o gran suceso puntual, se suspenden derechos y garantías. Nace la doctrina de proponerse visibilizar los conflictos, derivada de la noción de que si un reclamo no supera el desinterés mediático, no habrá respuesta para él. Responsabilidad pesada y gravísima de la política: demuestra que ésta sólo funciona cuando el tema llega a los medios.
Organizaciones y núcleos militantes sacan sus conclusiones: trasgredo, luego existo, forma líquida y eufemística de la extorsión. Quedan así enterradas décadas de abnegada trayectoria de luchas sociales apoyadas en la movilización de unas voluntades populares mayoritarias que se expresaban en el amplio marco de derechos y garantías reconocidos y, sobre todo, respetados.
Prospera un revolucionarismo exasperado y vociferante cuya consigna prepotente es solucionameeste problemaporquesinonotedejopasar.
Más grave es la consecuencia política de este nuevo estado de cosas: los bárbaros asesinatos de Kosteki y Santillán en 2002 abren las puertas al ciclo que Kirchner promulgará desde mayo de 2003: el Estado tolera y admite un clima de conmoción interior permanente, convencido de que todo intento de asegurar el Gobierno de la ley es lo mismo que reprimir, verbo neutro confiscado por la ideología K y asociado peyorativamente con el autoritarismo antidemocrático.
Los piquetes de los camioneros son, así, el paradigma de una parafernalia extensa y en permanente floración. Cada conflicto en el que se enfrentan posturas diferentes e inicialmente irreductibles deriva, con ostensible y explícito aval oficial, en medidas de fuerza inexorablemente violentas.
¿Violentas? Claro, lo que sucede es se ha corrido la frontera de lo socialmente admisible y, así como por radio y TV se discuten con toda naturalidad y sin sanciones las ventajas y delicias del sexo anal a las 11 de la mañana, en otros órdenes, para la Argentina ya no es violenta la violencia, sino una mera expresión de indignación “popular” ante situaciones inaceptables.
Gualeguaychú es un símbolo poderoso de la ilegalidad tolerada y, en consecuencia, fomentada. Produce acostumbramiento y naturalización. Acosada e irritada por una cotidianidad de trabas y cerrojos, la sociedad resopla y despotrica, pero aguanta el agravio, mira para otro lado y sigue de largo.
En este marco de exitosa instalación de un orden incivil agreste y brutal, al Gobierno le cabe una responsabilidad crucial: no tolera el desorden y los aprietes porque lo conmueva un garantismo todo terreno, sino porque manipula desde el primer día y con pasmosa estolidez un cínico aprovechamiento de la ilegalidad.
Por eso, los piquetes de la familia Moyano contra La Nación y Clarín no fueron reprimidos, ni –al menos– condenados por el Gobierno. Ve en ellos una justa manifestación de la conflictividad social. Cree en la verdad profunda expresada por Scarpia, el lascivo y prepotente jefe policía que resulta personaje central en la Tosca de Puccini, cuando admite que “ha piu forte sapore la conquista violenta che il mellifluo consenso” (“Sabe mejor la conquista violenta que el melifluo consentimiento.”).
Consolidada la idea-base, según la cual las confrontaciones no solo no deben ser acalladas, sino incluso aceptadas y fomentadas, este modelo jacobino primitivo no consigue ocultar su sórdida instrumentalidad. Dispone así de un paraguas ideológico para sostener y capitalizar la miríada de ilegalidades cotidianas, desatadas en apoyo y al servicio de un poder que no explica nada ni pide disculpas.
¿El peligro letal? La Argentina discurre por un camino que inexorablemente conduce a un desastre, si no se evita su desenlace más dañino. Minorías ruidosas y toleradas copan la escena y el poder alega que no hay que tenerles porque son el equivalente de la lucha de clases. Facciosa y casi gangsterizada, la conflictividad impone criterios foquistas y anti democráticos. Anestesia civil, hasta para autoproclamados progresistas es irrelevante el desquicio cotidiano. Una vez más, como tantas veces en el Novecientos, se desinteresan del epílogo inevitable, lo que Giuseppe de Rita define en Corriere della Sera de Italia como “una estrategia más o menos consciente de dictadura suave (dittatura morbida)”. Habla de Berlusconi, pero muy bien podría estar hablando de la Argentina de los Kirchner.