En los últimos años el escenario mundial se ha visto sacudido por protestas masivas que irrumpen con diferentes banderas e impactan de manera diversa sobre la práctica política de las sociedades. En países desarrollados con democracias republicanas consolidadas estas manifestaciones parecen diluirse con el tiempo, o sólo sacuden en parte la modorra de algunos partidos tradicionales. En países predemocráticos, en cambio, el impacto político ha sido más profundo, como lo muestra la “primavera árabe”, aun cuando desconocemos el resultado final de este fenómeno. En el caso de países emergentes, como Turquía y Brasil, las respuestas políticas han sido diferentes: mientras en el primero se acentuaron las reacciones autoritarias, el caso de Brasil parece un ejemplo de cómo encauzar esas manifestaciones inorgánicas dentro de un proceso institucional republicano.
La dirigencia política de Brasil se encontró con un movimiento de demandas superpuestas y no bien definidas, que irrumpió en el curso de un proceso económico exitoso, y protagonizado por personas a las que es difícil identificar con grupos de intereses concretos. Frente a esta movilización, el gobierno de Brasil abrió sus oídos a esas demandas inorgánicas, dejando de lado interpretaciones estereotipadas para intentar una lectura más profunda en la que los pedidos explícitos se tomaron como posibles indicadores de algo más complejo que estaría ocurriendo. Lejos de inventar enemigos “destituyentes”, buscó compatibilizar las demandas populares, inorgánicas y apasionadas, con los mecanismos institucionales, estructurados y reflexivos. Junto a eso instaló el diálogo con el resto de la dirigencia, escuchando y modificando sus propuestas cuando fue necesario.
La repetición de estos fenómenos y las diferentes reacciones políticas invitan a pensar qué podría ocurrir en nuestro país si las protestas de pocas horas en un solo día dieran paso a movilizaciones populares de la envergadura de las que estamos comentando. Sin duda estaríamos más cerca de Turquía que de Brasil. En la medida en que las demandas pusieran en aprietos al “relato”, la respuesta sería descalificadora, tachada de golpista y atribuida a alguna corporación, lo que daría lugar al variado y creativo menú de persecuciones que vemos incrementarse día a día. Pero teniendo en cuenta nuestros antecedentes, existe un peligro aún mayor, el que podría concretarse de ocurrir movilizaciones populares dirigidas contra alguna fuerza enemistada con el Gobierno, sea política, empresarial, institucional o de cualquier otra índole. En estos casos, incluyendo movilizaciones alentadas por el propio oficialismo, es altamente probable que el Gobierno busque utilizar esas manifestaciones para acumular más poder, cabalgando sobre nuestras inclinaciones hacia liderazgos carismáticos, los que, favorecidos por nuestro sistema presidencialista, nos llevan a gobiernos populistas. La preeminencia de los líderes sobre las instituciones, fomentada por la falacia de un contacto directo con el pueblo, haría que movilizaciones como estas últimas comprometieran aún más el conjunto de derechos, garantías, división de poderes y demás instituciones republicanas.
La falacia del contacto directo con el pueblo se superpone con otra que pregona que el Poder Ejecutivo es el más legítimo por derivar de una votación con nombre y apellido; cosa que no ocurre por ejemplo con los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Estas falacias no tienen en cuenta que nuestro Poder Judicial fue creado también por la Constitución Nacional, precisamente para controlar a los otros poderes y evitar sus arbitrariedades. En aras de asumir la totalidad del poder, tampoco registran que esa Constitución fue redactada por representantes del pueblo elegidos en votación universal y secreta, con la misma legitimidad que cualquier otro representante de la voluntad popular.
*Sociólogo. Club Político Argentino.