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ROLAND GARROS

Mucho gusto, soy Schwank

En uno de los drops, Schwank soltó la risa. El drop es una engañifa, un golpe molesto para la víctima. Hay que reaccionar y correr hacia la red y cuando no se llega, la humillación y un cierto odio invaden al jugador. Por un instante, el rival es un gigante ante el que se cae con la raqueta cuando levanta polvo y muerde a la pelota cuando ya picó dos veces.

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Victor Hugo morales |

En uno de los drops, Schwank soltó la risa. El drop es una engañifa, un golpe molesto para la víctima. Hay que reaccionar y correr hacia la red y cuando no se llega, la humillación y un cierto odio invaden al jugador. Por un instante, el rival es un gigante ante el que se cae con la raqueta cuando levanta polvo y muerde a la pelota cuando ya picó dos veces.

Eduardo Schwank, el muchacho que de lejos parece un toro y de cerca tiene cara casi de niño, utilizó ese recurso hasta desquiciar al francés Paul-Henri Mathieu. Nada menos que ante un público que se inclinaba por el tenista local, y en el propio court central del complejo, el mítico estadio en el que se escribieron decenas de las grandes hazañas de la historia.

Y con ese alivio de los golpes cortos y sorpresivos, estuvo a punto de vencer al mismo tiempo su cansancio de trotamundos, a la parálisis que provoca la cancha central de Roland Garros y al excelente jugador que tenía enfrente.

No alcanzó el quinto set que merecía al cabo de ese tie break que pudo ganar alternando lances profundos de enorme valentía con los toques que desesperaban a Mathieu, pero se llevó la certeza de que la vida está dispuesta a tratarlo mucho mejor que hasta hace apenas dos meses.

La risita que se le escapó cuando dio la espalda a su adversario, que aún se estaba levantando después de frenar como un esquiador ante un drop inalcanzable, no tenía como destinatario al francés, que es todo un caballero. Era la expresión de alguien que ahora sí estaba a la altura de las circunstancias y lo disfrutaba, por fin, después de un comienzo en el que se debe haber preguntado si realmente sabía jugar al tenis. Sí, sabe. Y volverá a esa cancha central del estadio parisino, y más de un lunes estará en los diarios con la foto y el epígrafe de su nombre ganador. Siempre nacen en París buenas historias argentinas.

A la noche se lo vio relajado y afable sentado en un paredón, entre los pequeños árboles de la entrada del hotel. Parecía un retorno al anonimato que lo acompañó hasta ahora. Charlaba como si nada con dos jóvenes de los que recorren las canchas del mundo, buscando vivir de lo que aman.

El hotel parisino, el viejo Pierre Vacances de la Port de Versailles, sigue acu-nando sueños de quienes llegan de todas partes a jugar los torneos de juniors y contiene con precios accesibles a los que ya forman parte del circuito, pero no han puesto dólares y euros en los bancos.

Se respira tenis. Jugadores de todos los colores y países entran y salen con sus tremendos bolsos, en una rutina incesante que no se detiene. Días largos, aliviados por las horas de entrenamiento y el sufrimiento de los partidos. Quien los observa ve también una cierta crueldad en eso de que tantos sean invitados a soñar y lleguen tan pocos, por lo menos, a ser Schwank. Cuando vino la primera vez, desde Roldán a París, era uno más de los nadies que van y vienen por el parque con diez raquetas al hombro. La gente los mira y en cuanto advierte que no son famosos, les retira el interés hacia otro rostro que, quizás, sí merezca el pedido de un autógrafo. A partir del viernes, Schwank entró en esa categoría.

Y es muy posible, y justo, que el año próximo no vuelva por el Pierre Vacances. Sucede, casi siempre, cuando a alguno de ellos, los sueños se le hacen realidad.