La muestra del artista Bruce Conner, que presenta el MoMA de Nueva York, es interesante en tanto analiza los cambios culturales que experimentó la sociedad después de la Segunda Guerra Mundial: la Guerra Fría, el feminismo, la pastilla anticonceptiva, los desechos industriales, el rock, la ecología, la amenaza nuclear, un cúmulo de conceptos que modificaron la forma de vida. Al ver algunos resultados electorales de la actualidad, tales como el triunfo del Brexit en Inglaterra, del “No” a la paz en Colombia y del “No” a los refugiados en Hungría uno no puede menos que preguntarse si estaremos asistiendo a otra de esas etapas revulsivas en que el mundo traza una línea divisoria. ¿Quién rechazaría la unidad europea? ¿Quién afirmaría que la paz no es buena? ¿Quién, después de la foto del niño sirio muerto en la playa, rechazaría tender la mano a los refugiados? Pues los ingleses, los colombianos y los húngaros, al parecer. ¿Qué ocurre? ¿Tal vez haya un hartazgo de lo políticamente correcto? ¿Asistimos, para decirlo en términos domésticos, a una suerte de babyetchecoparización del mundo? Y si así fuera, ¿no tiene entonces Trump posibilidades concretas de ganar? Me atajo de antemano: me dirán que los casos son muy distintos, y es verdad, pero como dijo Aristóteles las cosas se parecen por lo que se diferencian.
Los candidatos a la presidencia norteamericana, con 68 años Hillary Clinton y 70 Donald Trump, son claros hijos de esos cambios de la posguerra, como lo señaló David Brooks en un artículo reciente en el New York Times. Hillary era un emblema de los años 60: en su discurso inaugural en la Universidad de Wellesley, en la primavera del 69, sostuvo que el desafío en la práctica política era hacer posible lo imposible. Es más: anunciaba la pelea por un cambio cultural, no le bastaba hablar de mejores condiciones sociales. Soñaba con una sociedad en la cual la gente no fuera manipulada. Toda aquella aspiración poética, podríamos decir, está ausente en sus actuales discursos de campaña. Por su parte, Trump, que abrió su Trump Tower de la Quinta Avenida en noviembre de 1983, sería un emblema póstumo de los años 80. Si bien en esos años Ronald Reagan produjo una revolución liberal, dejando atrás la crisis de los 70 y convirtiendo el capitalismo en una verdadera máquina moral que operaba sobre el trabajo, la creatividad y la confianza, Trump hoy es más bien la versión más corrupta, egoísta y poco sofisticada del capitalismo. De modo tal que ni Hillary es ya la representación de las libertades individuales ni Trump, la de las libertades económicas. Son dos caricaturas de esas dos revoluciones, dos estelas tardías y grotescas de aquellas décadas.
Hace un año, en un simposio de coleccionistas de arte, un conspicuo hombre de negocios de Texas afirmó: “Trump dice lo que todos quieren decir y nadie se anima”. ¿Es verdad? Probablemente sí, pero eso no quiere decir que semejante cosa sea buena. Trump, a su modo, capitaliza ciertas demandas populares tales como la seguridad y la necesidad de trabajo, pero sus soluciones distan de ser las correctas. La precariedad intelectual de Trump lo precipita en errores tales como decir que China devalúa su moneda cuando hoy la está revaluando. Su vulgaridad es inquietante. El problema es que del otro lado hay apenas una burócrata triste. Y más aún: si ampliamos la mirada y observamos el planeta entero, advertimos que frente a esta brutal intemperie de liderazgos aparece Vladimir Putin, que marca la agenda y se convierte en patrón de la vereda. Un simple espía, una suerte de detective, basta para ganarle a todo Occidente. Tal vez por eso la gente vote sin meditar demasiado, impulsivamente, como si votar una cosa u otra fuera casi lo mismo. Ya sea porque los ingleses se creen más de lo que son, o porque los colombianos prefieren la venganza a la serenidad, o los húngaros temen el mestizaje cultural, las ideas patoteras y nacionalistas parecen ganar terreno.
*Escritor y periodista.