Hace unos días viajé en un taxi que tenía puesto Radio 10. Creo que era el programa de González Oro, o tal vez era otro, no hay mucha diferencia. Hablaban en voz alta, gritando, y se reían; se reían mucho, a los gritos. Gritaban y se reían. Se reían gritando. De golpe el taxi se volvió un lugar inhóspito, saturado de un griterío exagerado. De risas violentas. Y entonces, me vino un recuerdo de cuando yo era chico, en los años de la dictadura. Los programas de radio de la dictadura. “Rapidísimo”, el programa de Héctor Larrea, el de Velazco Ferrero. La Oral Deportiva, con José María Muñoz, comunicándose domingo tras domingo con la Base Comodoro Marambio, en la Antártida. Seguramente se escucharían en mi casa, pero mi recuerdo es en una playa de San Clemente, bajo una sombrilla junto a mi abuela casi inmóvil. La radio la escuchaba otra familia (era un radio-grabador Crown) a quince metros de nuestra sombrilla, pero estaba tan fuerte, los gritos y las risas eran tan fuertes, que desde nuestro lugar se escuchaba perfectamente. En los programas de radio de la dictadura se hablaba a los gritos y se reía a los gritos. ¿De qué se reían? Como si la risa pudiera copar el ambiente, asfixiarlo, ocuparlo. La risa como forma de la negación del otro.
Alguna vez habrá que estudiar las formas de pervertir la risa. La risa es la expresión física de la ironía, del deseo liberado, de la inadecuación entre el decir y lo dicho. Pero como casi todas las cosas, también la risa tiene un doble: la risa fascista, cínica. Si pudiera darle un consejo a un joven sociólogo (como lo era yo en los tiempos de los levantamientos carapintadas), le diría que se presente a una beca del Conicet para investigar los usos sociales de la risa en la Argentina. Y que si no gana la beca, que igual escriba el libro (en general si a los sociólogos no les dan una beca, no escriben libros). Pero no para llegar a un texto como los de la historia de la vida privada, donde la noción de intimidad está construida de manera costumbrista (así como hay una historiografía política revisionista, existe también su opuesto simétrico; una historiografía costumbrista liberal); sino para tensar la relación entre cultura, risa y sociedad; entre literatura, risa y medios masivos de comunicación. Estoy seguro de que por el intersticio de esa historia, se cuela una verdadera historia de los mecanismos de dominación social.
Aturdido, bajé del taxi. Y entonces me dieron ganas de releer ¿Los oye usted?, de Nathalie Sarraute (quizás su mejor novela, junto a Dicen los imbéciles). La tengo en una edición de la editorial Barral (Barcelona, 1974), hasta donde sé, la única edición en español (debería recomendársela a algún editor de alguna pequeña editorial independiente, para que la reedite). ¿Los oye usted? es, entre muchas otras cosas, una extraordinaria reflexión sobre la risa como forma de la inquietud, de la angustia contenida, del deseo velado. El dueño de casa y un amigo que vino a cenar, charlan en la sobremesa. Unos adolescentes se están yendo a dormir, y desde sus habitaciones se escuchan voces y risas. Partiendo de ese hecho banal, Sarraute desarrolla un relato intranquilizador, incómodo; la risa como algo que nos seduce y nos repele. El misterio escondido detrás de una puerta: “Alegres. Jóvenes. Sin preocupaciones. Una nadería provoca sus risas. Si no fuese por ese ligero trémolo… parece un tanto forzado…como imitado… las notas duras, heladas, tamborilean como granizo…”
En su genialidad, Sarraute lleva la risa al mismo extremo al que lleva a la sintaxis: al balbuceo, el tartamudeo, la suspensión del sentido. “Ahora las risas han cesado. A la postre, no ha habido más remedio que irse a la cama. No se puede prologar durante toda la noche esos parloteos… ¿sobre qué?... Pero, ahora ya se ha acabado, se han separado, se ha metido cada uno en su habitación, al fin se han callado… y nada se oye… y parece como si el aire se hubiese tornado más ligero, es una sensación de liberación, de libertad, de despreocupación….”