Pasé un rato encantador leyendo el Manifiesto SCUM. Sociedad exterminadora del macho, de Valerie Solanas, una autora cuya fama se debe a que le pegó un tiro a Andy Warhol en 1968. Solanas empieza el manifiesto con esta frase memorable: “Ya que la vida en esta sociedad es un aburrimiento total, a las mujeres con mentalidad cívica, sentido de la responsabilidad y proclividad a los sentimientos intensos solo nos queda la alternativa de tirar abajo el gobierno, eliminar el sistema monetario, instituir la automatización del trabajo y destruir el sexo masculino”.
El proyecto deja al Unabomber como un tibio reformista, aunque Solanas cree en el desarrollo tecnológico (reorientado hacia el ocio) y desconfía de la naturaleza, así como de los hippies (simples violadores en masa). Solanas descree de las manifestaciones de protesta y describe al macho como “una masa inerte e inexpresiva, incapaz de dar o recibir placer y felicidad”, una ameba peligrosa que en el fondo se espanta de su propio yo, reconoce la superioridad de las mujeres y desea ser un travesti. “Como no puede amar”, dice la inspirada Solanas, “el macho necesita trabajar”. Entre los nefastos resultados de ese trabajo están el Gran Arte y la educación universitaria, cuyo propósito “no es educar sino excluir socialmente a cuantas más personas sea posible”. Pero Solanas es optimista: “Un comando de mujeres de SCUM podría tomar el control del país en un año a través de la violencia y el asesinato. Luego de esto, a los hombres que sobrevivan les quedará la posibilidad de participar de las ‘Jornadas de la Escoria’, una autocrítica pública en que empezarán diciendo: ‘Soy una escoria, soy una mierda miserable y odiosa’”.
Entusiasmado con Solanas, pasé a la Teoría King Kong de Virginie Despentes, que no propone matar a nadie pero puede escandalizar a unos cuantos con sus ideas sobre el trabajo y sus experiencias en torno a la violación, la prostitución y la pornografía. El siguiente pasaje me hizo acordar que había recibido otro libro: “La revolución feminista de los 70 no ha dado lugar a una reorganización con respecto al cuidado de los niños. No hemos creado las guarderías necesarias ni los jardines de infancia, no hemos creado los sistemas industriales de trabajo a domicilio que nos hubieran permitido emanciparnos”.
El otro libro es la edición argentina de Contra los hijos, de la chilena Lina Meruane. Meruane está en contra de la maternidad propia y ajena por muchas razones, entre ellas la de que los niños requieren de una dedicación imposible, que carga de culpas a los padres y les arruina la vida. La diatriba de Meruane (así la llama ella), en un estilo zumbón e irritado, es convincente mientras describe con rabia una situación intolerable, pero se desinfla cuando concluye que todo esto ocurre porque “la utopía del Estado marxista o socialista o leninista donde íbamos a compartirlo todo y a sacrificarnos por todos fue vencida por la utopía capitalista de la cruda competencia”, como si las experiencias comunistas hubieran hecho mucho por emancipar a las mujeres. A diferencia de los exabruptos de Solanas y de las confesiones brutales de Despentes, el feminismo de Meruane tiene algo de cómodo, de consensual, de apropiado para una época y un grupo. El libro debería llamarse Contra les hijes.