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Mujeres son las nuestras

Después de largos días viéndola por TV todo el tiempo, casi siempre dando discursos y echando esa mirada glacial que mete más temor que nada, Hillary Rodham Clinton se me hace hoy más comprensible que antes. Quiero decir: me parece que ahora entiendo mejor el proceso que ha logrado que esta mujer siga siendo a estas horas pre candidata a ser presidente de la nación más poderosa del planeta.

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Después de largos días viéndola por TV todo el tiempo, casi siempre dando discursos y echando esa mirada glacial que mete más temor que nada, Hillary Rodham Clinton se me hace hoy más comprensible que antes. Quiero decir: me parece que ahora entiendo mejor el proceso que ha logrado que esta mujer siga siendo a estas horas pre candidata a ser presidente de la nación más poderosa del planeta.
La clave, o en todo caso el camino de comprensión para trasparentar los por qué, deriva de elementos de juicio dispersos, pero que, agrupados, ayudan a comprender algo central: la señora Rodham Clinton es un caso más, tal vez el más mundial de todos, de percepciones alteradas.
Lejos de aportar a la campaña política de los EE.UU. una componente nueva que superara las estigmatizadas conductas “masculinas”, su proyección y existencia política real parecen contradecir algunos de los preceptos más rutinarios del feminismo del siglo XX. Y es aquí cuando uno se permite la inmersión necesaria en la vigorosa discusión que tiene lugar en los medios, en las universidades y en la política, que ciertas verdades imponentes pero tapadas devienen redescubrimientos poderosos.
Google le permitió constatar una sospecha que tenía y no terminaba de aventar, pero que es muy truculenta. Tres de las cinco guardias carcelarias juzgadas en los EE.UU. por torturas y humillaciones sexuales a prisioneros iraquíes, eran mujeres. La prisión militar de Abu Ghraib era dirigida por una mujer, la general Janis Karpinski, y el principal jefe de los servicios de inteligencia norteamericanos en Irak, también responsable por analizar la situación de los detenidos antes de ser liberados, era la general de brigada Barbara Fast. Y la principal responsabilidad política en Washington para manejar la ocupación militar de Irak cuando se supo lo de Abu Ghraib era la secretaria de Estado, Condoleeza Rice.
Ahora se sabe, como comentaba en The Nation la conocida feminista Barbara Ehrenreich, que con la actuación de Hillary a lo largo de esta larga y áspera campaña, se ha roto el mito de la sensibilidad femenina y “la innata superioridad moral de las mujeres”. La esposa del ex presidente se ha confirmado como una batalladora agresiva, dura, ácida y hasta desagradable a la hora de hacer política. Lo “femenino”, en ella, sencillamente es casi imposible de percibir.
De modo, como ya se supo décadas atrás con Golda Meir, Indira Gandhi y Margaret Thatcher, nadie puede hacerse ilusiones de que a las mujeres les falta el deseo de poder. En los tiempos que corren, al margen del caso argentino con Cristina Fernández de Kirchner, las gestiones de la alemana Angela Merkel y de la chilena Michelle Bachelet parecen subrayar que el temperamento impiadoso para la batalla política no es algo esencialmente masculino.
Rodham Clinton no sólo consolidó su imagen de mujer de agallas y sin falsas ternuras: en su pelea contra el esperanzador Barack Obama exhibió una gran capacidad para dar golpes bajos y darle toques de racismo y clasismo a su prédica. No se ha privado de nada.
Grandes cambios han acontecido. Hace 15 años, cuando éramos jóvenes y teníamos toda la vida por delante, el ideólogo conservador Francis Fukuyama (el de “el fin de la historia”), aseguraba que el mundo era demasiado peligroso para que Occidente fuese gobernado por  líderes femeninas que peinan canas. Decía el cuestionado Fukuyama que las mujeres eran notorias por su aversión por la violencia, un tema de raíces biológicas que data de los chimpancés. Pero cuando Thatcher, (“tal vez la primera jefa de Estado en iniciar una guerra con el único propósito de aumentar su tasa de aprobación popular”) decidió recuperar las Malvinas con su flota, Fukuyama concedió que “la biología no es un destino”. ¿Regresaban los picapiedras? Ehrenreich comenta con gracia que era una buena razón para votar a un macho prehistórico blandiendo un garrote con el brazo.
¿Y el feminismo de Hillary? Un tema espinoso: la prensa popular neoyorquina la llama Billary. Aunque es una mujer con credenciales e historia propias, su sociedad con Bill es de fenomenal importancia. Si no fuera por eso, ya Obama le hubiera ofrecido la candidatura a vice, pero sabe que con ella entraría él, de nuevo, a la Casa Blanca.
Hillary o Billary, no importa, declaró que si Irán cons-truyera una bomba nuclear y ella fuese presidenta, ordenaría “obliterar del mapa” a ese país, incluyendo mujeres, niños, viejos y enfermos, una frase que dicha por un varón hubiese provocado vómitos compulsivos en todo el mundo, no porque el régimen de Irán no sea abominable (lo es), sino porque ese lenguaje burdo, inmisericorde y carente de matices, revela lo peor que se le suele adjudicar al género masculino.
Las mujeres consagradas a la política suelen defenderse, y no siempre de manera injustificada, contra ciertos estilos masculinos. En una reciente conferencia diplomática convocada para solucionar el conflicto de Venezuela y Ecuador con Colombia, Cristina salió a defender al género femenino, al que se lo suele estigmatizar como una colección de histéricas, mientras que si los hombres tienen conductas similares, se los describe como combativos. Hay algo de eso y a la presidenta argentina no le faltan argumentos. Pero a diferencia de los casos mencionados de mujeres con poder, ninguna de ellas lo tuvo o lo tiene en sociedad con su cónyuge. Y por eso, aunque se trate de una comparación bizarra y de pago chico, la argentina y la senadora por Nueva York exhiben “en común” el ejercer un poder con características “gananciales”. Los Kirchner son, en ese sentido, crudos y desprejuiciados: habla él, habla ella, se calla él, o se calla ella. Son un equipo y cada vez cuesta más diferenciar lo femenino de lo masculino como rasgos temperamentales, no sexuales.
Si las ilusiones sobre esa “innata” superioridad de las mujeres han prescripto, se deduce que nunca más este tipo de señoras podrán alegar desde el atril que  “todo les cuesta más”. Aquí, en este oceánico y vigorizante país, al negro Obama todo le costó mucho más siempre, siendo varón, que a la señora Rodham. Si la capacidad de ejercer la crueldad fuese el criterio para ser líder (lo que suele decirse de Néstor Kirchner), la carcelera y torturadora de Abu Ghraib, Lynndie England, una mujer, ¿se debería dedicar a la política? ¿De qué mujeres hablamos, entonces?
Hillary, asegura Ehrenreich, destruyó el mito de la innata superioridad moral de las mujeres de la peor manera posible, demostrando inferioridad moral femenina”. ¿Cómo quedará inscripta Cristina?
Mientras tanto, la venerable Universidad de Washington, de Saint Louis, Missouri, acaba de concederle un doctorado honoris causa a Phyllis Schlafly, archienemiga de la Ley de Iguales Derechos entre hombres y mujeres, de las Naciones Unidas, del darwinismo y de otras “modernidades”. Esta señora, de 82 años, ha dicho que “la bomba nuclear es un regalo maravilloso que ha recibido nuestro país de un Dios sabio” y aboga porque las mujeres tengan prohibido ejercer oficios tradicionalmente masculinos, como la construcción, bomberos y Fuerzas Armadas. También defiende los derechos de propiedad de los hombres sobre las vaginas de sus esposas (“al casarse –dijo– la mujer consiente tener relaciones sexuales con su marido y no creo que a eso se le pueda llamar violación”).
Así las cosas. No me dejan votar aquí, pero si pudiera, no lo dudo: al negro.

* Desde Nueva York.