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Muletas y muletillas

Había un chiste medio estúpido que decía algo de alguien que a su vez decía que él no leía la guía de teléfonos porque tenía demasiados personajes y muy poca acción.

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Había un chiste medio estúpido que decía algo de alguien que a su vez decía que él no leía la guía de teléfonos porque tenía demasiados personajes y muy poca acción. Lo cual es la pura verdad. Lo contrario de la guía de teléfonos es el diccionario y/o la enciclopedia, que tienen muchísimos personajes (más que la guía de Rosario por lo menos) y muchísima acción. Mis diccionarios (todos) están tan manoseados, tan leídos y releídos, que si mis tías pudieran verlos me repudiarían forever. ¿Adónde voy con estos disparates? A las muletas y las muletillas. Las muletillas no son diminutivos de muletas, aclaremos desde ya. Las muletillas son un palo con un travesaño en el extremo y las muletas son eso que les sirve para ayudarse al andar a personas que tienen dificultades motoras. Las muletas te provocan cierto malestar, cierta tristeza, cierta compasión. Las muletillas, que además del palo con el travesaño son esas palabras o frases que mucha gente dice cada tres segundos, te provocan ganas de agarrar a alguien del pescuezo y decirle: “Dejá de decir esas estupideces que ahora a todo el mundo le parece bien decir, ufa”. Muletas se usa casi siempre en plural. Muletillas acepta el singular aunque si alguien usa una muletilla, seguro que en el minuto siguiente va a usar otra y después otra, y así. Las muletas denuncian una enfermedad o una dificultad en los miembros inferiores; la muletilla denuncia una carencia intelectual, una pereza cerebral, una pobreza de la reflexión, un hueco o varios huecos en el lenguaje. No quiero ponerme moralista: odio las moralejas y las enseñanzas pacatas. Cada cual que hable como quiera y que diga lo que quiera: si creo que vale la pena, diré lo que pienso acerca de lo que ese alguien dice; si no, me quedo piola y hablo de la sequía, de la lluvia, del calor o de nada. Pero ya que tengo el privilegio de tener frente a mí una página en blanco, por virtual que sea, y mis dedos sobre el teclado, déjenme decir que lo que más rabia me da es “de alguna manera”. Oh, dioses y diosas del Olimpo: ya que ustedes son tan poderosos, ¿por qué no los convencen de que no digan eso cada cinco palabras? Y ya que estamos, “digamos”. Digamos está bien cuando hay cierta duda: “Yo me sentía… digamos… irritada”. Pero no cuando “hoy es digamos martes”. Y agradezcan al cielo que no me las agarro con “obviamente” ni con “obvio”. Atención, no estoy hablando de la pureza del lenguaje. Jamás. El lenguaje no es puro, no puede serlo: es meteco y bienvenido sea porque así se enriquece. Estoy hablando de pereza, no de pureza, y la pereza no enriquece: todo lo contrario, desdichadamente.