Cuando se decide en qué remota locación de la mal llamada “realidad” ocurrirá una escena de “ficción” (sin importar de qué género), una mano invisible superpone dos diapositivas que nadie jamás había concebido juntas.
Estoy en una curiosa película argentino-candiense futurista, una distopía apocalíptica que reúne actores norteamericanos, galeses, italianos, neozelandeses y argentinos en la fábrica Alcoyana en Villa Adelina.
¿Cómo explicar a mis colegas dónde estamos? ¿En qué idioma decir “fábrica recuperada”? La primera noticia que el sentido colectivo reconstruye de Alcoyana es la frase obligada de Berugo Carámbula en los sótanos de la memoria: Alcoyana era sponsor de premios en la televisión de los 90 y el glamour de la tele transformaba un acolchado en una apetecida presa de caza. Después la historia hizo lo suyo y Alcoyana fue una de las fábricas cooperativizadas por sus obreros. No sé a quién pertenece el predio gigantesco ni sé qué se hace en esas naves salvo ficción, pero es evidente que la producción de glamour y de acolchados ha entrado en la mala hora y el escenario de la fábrica es –con un arte magistral– el fin del mundo en un film de habla inglesa. Los espacios indeterminados de una producción fabril que ya no existe han sido rentados a mil ficciones; me dicen que aquí se filmó, por ejemplo, La leona.
Recorro los pasillos ensayando mil veces mi modesta técnica de golpes con hanbo y mi grisáceo acento pseudo-cockney y me sumerjo en aires de ficciones que dejaron trazos inservibles sobre lo que fuera una estampería, una cocina, unas duchas. Carteles de la Policía Bonaerense, celdas futuristas de acero inexpugnable, oficinas con boiserie de nogal y cabezas de ciervo amenazantes: el combo es una perfecta distopía en sí misma, una promesa de orden productivo hecha añicos, una acumulación de laqueados que pretende alertar contra el olvido de una idea básica: si la tierra no es de quienes la trabajan, ¿de quién es entonces la tierra?