Había escapularios, estampas de la Virgen María, rosarios, un ejemplar de la Santa Biblia, imágenes de Guadalupanos, bolsas de santería en el bolsillo del pantalón, objetos de devoción chinos. Había botas de piel de cocodrilo, ropa de marca Hugo Boss y un ejemplar de la revista fashion norteamericana Vanity Fair. También rifles semiautomáticos AR-15, fusiles de asalto AK-47 y granadas de fragmentación. Todo eso fue encontrado después de que el miércoles 18 de diciembre, fuerzas especiales de la Armada de México bajaran haciendo rápel desde los helicópteros que rodearon el condominio Altitude, ubicado sobre la calle Alta Tensión en Cuernavaca, Morelos, y tras varias horas de furioso combate, terminaran con la vida de Arturo “la Muerte” Beltrán Leyva y con siete de sus custodios de élite. Uno de ellos (el más joven) eligió suicidarse. Cuando cesaron los estallidos, había corrido la sangre, el olor a pólvora se enseñoreaba en esa zona de la “Ciudad de la Eterna Primavera”, la realidad le sacaba ventaja a la literatura y alguien empezaba a escribir el narcocorrido (versión del corrido mexicano que rinde honor a personas y actos relacionados con el crimen organizado) intitulado La muerte del jefe de jefes, que podrá escucharse por Internet previa inscripción testificando que se tiene más de 18 años.
En 2006, Arturo “la Muerte” Beltrán Leyva, Ismael “el Mayo” Zambada y Joaquín “el Chapo” Guzmán se pusieron de acuerdo en el negocio del transporte y distribución de la droga, bajo la razón social La Federación. En 2008, traspasando una delgada línea blanca, el emprendimiento saltó por los aires y de la mano de la violencia que se desató, se consolidó una nueva nomenclatura en el castellano de México. Los muertos –por muchos– dejaron de identificarse con un nombre y un apellido y comenzaron a ser “seis hombres” o “tres mujeres”. Para orientar al lector o al oyente, aparecían sin vida “civiles” o “sicarios”, los primeros víctimas del terror y los segundos, de los ajustes de cuenta. Los cadáveres se ordenaron entre “decapitados” y “severamente mutilados”, porque es propio de esos climas que haya una forma de morir más tajante que de pura y simple muerte violenta. Relampaguea el verbo “rafaguear”, de pronta comprensión. Los protagonistas se llaman “el Señor de los Cielos”; “el Viceroy”; “el Barbas”; “el Chapo”; “el Sobrino”; “el Rey”; “el Mayo”; “el Vicentillo”; “el Conejo”; “el Tigrillo”; “la Barbie” (Edgar Valdez Villarreal); “el Doctor”; “el Teo”; “el Mochomo”. Los grupos de compadres, en cambio, “Los Narcojuniors” o “Los Zetas”.
De inmediato, diversos medios en el mundo se hicieron eco de la muerte. The New York Times tituló en su portal: “Confirman caída de jefe de cartel mexicano”. El diario español El Mundo publicó: “Cae uno de los narcos más buscados en el mundo”, añadiendo que Beltrán Leyva estaba acusado en Estados Unidos por introducir cerca de 120 toneladas de cocaína. El País de Madrid colocó entre sus notas principales la caída del “jefe de jefes”, y destacó que “consiguió llevar ríos de cocaína desde un país a otro; no tuvo inconveniente en comprar cuerpos policiales enteros”. Lo cierto es que –según muy diferentes fuentes– a lo largo de su carrera, “la Muerte” compró a funcionarios con el mandato de capturarlo y cuando no lo logró, los silenció. Sobornó desde militares hasta principales jefes antidrogas de la Procuración General de la República (PGR) y de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), incluido –presuntamente– el ex subprocurador Noé Ramírez Mandujano. A Beltrán Leyva se le atribuyó el asesinato de otro de los principales jefes de la SSP, Edgar Millán Gómez. Acaso esta porosidad de los aparatos de seguridad estatales determinó que la operación del miércoles le fuera encomendada principalmente a la Armada. Ni el Ejército está a salvo de las sospechas. En 2005, la PGR lo acusó de infiltrar el círculo de trabajo del ex presidente Vicente Fox, y tres años después (Operación Limpieza), fue desmantelada una red dentro de la fiscalía, la embajada de Estados Unidos en México y la SSP.
Ese mismo miércoles 18, se verificaron dos ataques con granadas –uno a 200 metros de la Casa de Gobierno de Michoacán y otro, contra un centro de protección ciudadana (CPC)– y tiroteos vespertinos en diversos puntos de Morelia, los que provocaron escenas de pánico, el cierre de comercios y caos generalizado en las avenidas. Como consecuencia de la caída de Beltrán Leyva, las autoridades han advertido acerca de una escalada de violencia. Según Antonio L. Mazzitelli, representante regional de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, quien “recurre a actos de terrorismo no tiene otra opción para tratar de obligar a la población civil, y en particular a las autoridades, a llegar a pactos. Eso es síntoma de debilidad, no de fortaleza, que debería servir como indicador de que probablemente se están obteniendo resultados” (con esta estrategia).
Probablemente. Lo cierto es que como lo ha dicho El Universal, hace pocos años, cuando la violencia, o la percepción que los mexicanos tienen de ella, no era tan fuerte como ahora, “especulábamos sobre la posibilidad de que México se ‘colombianizara’”. Esto suponía que el demonio estaba afuera queriendo entrar. Para dolor de México, hoy está adentro y no tiene previsto salir.
La reñida estrategia de la administración Calderón para la guerra antinarcótica, consistente en sumar al combate contra el narcotráfico a las fuerzas de defensa nacional, le ha otorgado la recompensa de algunos pares de orejas significativas. Sin embargo, según un editorial del citado diario El Universal, las encuestas muestran que la gente percibe tanta o más inseguridad que antes. La situación socioeconómica aumenta las posibilidades de que muchos mexicanos deban optar entre morirse de hambre palmo a palmo o hacerse millonarios por un tiempo traficando estupefacientes. Y el costo de la cocaína en Estados Unidos no cesa de aumentar, lo mismo que el consumo.
Hoy, el centro del lúgubre escenario lo ocupa Arturo “la Muerte” Beltrán Leyva. Todo pareciera indicar que mañana lo ocupará otro nombre y apodo, que se oirán narcocorridos fúnebres, que el periodismo entrará y saldrá de la literatura como la aguja del tapiz, pero que el escenario seguirá siendo el mismo.