De niña, de niñita, y casi hasta la adolescencia, cuántas veces habré leído El libro de las tierras vírgenes (en una vieja y amarillenta edición Tor) de don Rudyard Kipling. También El tempe argentino de Marcos Sastre, que no me explico por qué me gustaba tanto, si es más aburrido que chupar un clavo. Y después llegó el señor Henry Thoreau y con él la fascinación por el contacto con la tierra, el agua, la madera, la lluvia, la niebla, la aurora, en fin, la Madre Natura en todo su esplendor. No es sorprendente que durante algunos años de mi vida, mi sueño haya sido irme a vivir a la selva. Si bien no me hubiera importado irme a los bosques de allá del norte, mi selva preferida era la de Kipling, supongo que porque estaba novelada y pasaban cosas (“La verdadera literatura es la épica”; creo que fue Borges el que lo dijo). Bagheera, Shere Khan, los monos, el elefante, los ríos, los refugios, los enormes árboles a los que nos trepábamos Mowgli y yo, todo eso era el horizonte de mi vida de niña que vivía en un departamento en el centro de esta ciudad de la pampa húmeda.
El Paraná, francamente, no me servía; las islas un poco más, pero no mucho, porque siempre había gente que la cuidaba a una, y la gracia estaba en irse sola y pasar los días y las noches con sus correspondientes auroras y crepúsculos oyendo los murmullos de las hojas y el crepitar de la lluvia y los pasos sigilosos del tigre o de la pantera y el deslizarse de las boas constrictoras y el graznido de los carroñeros y en fin, todo eso que hace fantásticamente atractiva la vida en la selva. Ay, nunca me pude ir sola a la selva pero también es cierto que nunca me fui de mis sueños. Y bueno, está bien así: una crece, adquiere otros sueños, aprende, estudia, trabaja, y de vez en cuando viene la vida y le da a una con el fierro en la cabeza.
“Idiota”, le dice, la vida le dice a una: “Idiota, eso de irse a vivir a la selva es un disparate, imaginate lo que debe ser pasar los días y las noches sola, en un lugar en el que debe haber bichos asquerosos, arañas, alacranes, artrópodos, arácnidos, himenópteros y otros nombres horrorosos que esconden seres correosos y más que horribles y malignos. Imaginate lo que debe ser no tener una camita seca y abrigada en invierno, con sábanas limpias y tener que acostarte en el suelo húmedo y barroso y duro o en una rama de la que siempre estás a punto de caerte, para que no te coman los cocodrilos. Imaginate lo que será que los murciélagos se te enreden en el pelo, o que tengas que hacer pis y otras cosas en un agujero maloliente en vez de hacer todo eso en un inodoro de porcelana celeste. O rosa. ¿Sabés lo que debe ser tener hambre de nietos, de un cafecito con las amigas en un bar, del último libro de Benjamin Black, que dicen que es buenísimo? ¿Pensaste en lo que debe ser estar obligada a comer porquerías, carne semicruda de jabalí, algas de un río sucio, frutas algodonosas que no tienen gusto a nada y que encima te dan dolor de barriga, y tomar agua turbia? Puajjjj. Todo eso en vez de una rica sopa o fideos al gratín y un bifecito de lomo con papas fritas y flan de dulce de leche, y un libro policial y un quinteto del señor Boccherini ¿eh? ¿Pensaste en eso? Andá, pavota, andá a soñar con la vida en la selva”.
Tuve que decirle a la vida que sí, que ella tenía razón, pero que de todas maneras amaba a Thoreau y a Kipling y a Sastre. “Amalos”, dijo ella, “son buenos tipos”. ¿Y si me voy por un rato?, se me ocurrió, ¿con un libro y una manta y un termo con café y me vuelvo cuando se haga de nochecita? “Así sí”, me dijo la vida, “así sí, pero si no, no; por supuesto que no, de ninguna manera”.