Desde la impostura frontalmente progresista, La Elegida complementa el operativo de neutralización del nacionalismo. El operativo fue iniciado por Menem, en las vísperas de la impostura neoliberal. Paradojas del peronismo impostor. Lo gravitante es que, cada tanto, suelen vaciarse las reivindicaciones argumentales del nacionalismo. Se las expropian. El secreto, para mantener confortados a los nacionalistas, consiste en brindarles, de pronto, aquello que, con frecuente insistencia, reclaman. Para apoderarse –acaso tardíamente– de sus propósitos siempre enaltecedores. Hasta hacerlos propios. Es la mejor manera de pasarlos, directamente, a los pobres nacionalistas, al cuarto.
Durante décadas, los nacionalistas reclamaron por la repatriación de los restos de don Juan Manuel de Rosas.
Los huesos de Rosas, el Tirano y el Restaurador, yacían inofensivamente, desde 1877, en Southampton, Hampshire, Inglaterra. Donde correspondía. En el exilio habitual. El nacionalismo es el sentimiento primario, patrióticamente romántico, que suele repugnarle a Mario Vargas Llosa.
“Los nacionalistas quieren Rosas, bueno, hay que darles entonces Rosas y que se dejen de j…”, sentenció aquel luminoso estratega menemista de 1989. Entonces Menem, a los nacionalistas, les trajo, para calmarlos, los restos de Rosas (aún se desconocía, para las kermeses, la efectividad festivalera de FuerzaBruta).
Veintiún años después, la señora Cristina, La Elegida, prosigue aquella posta de Menem. Los nacionalistas eran los únicos que solían celebrar la mitología de La Vuelta de Obligado. Aludía al episodio heroico en que el Restaurador, don Juan Manuel, junto a su cuñadito Lucio Mansilla, en noviembre de 1845, decidieron frenar el avance imperialista de Inglaterra y de Francia. Justamente a Inglaterra, el imperio que iba a darle a Rosas el cobijo en su próximo exilio y la piadosa sepultura, durante 112 años. Y a Francia, que lo despediría, en 1989, con la salva de cañonazos que le elevaban la jerarquía de estadista inmortal.
La conmemoración de La Vuelta de Obligado era también una manera de provocar a la sensible historiografía oficial. La que se empecinaba en señalar, tan sólo, las abundantes barbaridades de Rosas. “El Pequeño”. Para acentuar, en simultáneo, el espíritu romántico de los proscriptos de Montevideo que leían Amalia. De Mármol.
“Los nacionalistas piden por La Vuelta de Obligado. Bueno, hay que darles entonces Obligado y que se dejen de j…”, pudo sentenciar el estratega luminoso del kirchnerismo, que aún no se había extinguido.
Entonces La Elegida, para confortar a los nacionalistas agrietados, apostó por la interpretación del historiador improvisado. El más transversal. Pacho O’Donnell. Epígono involuntario de Felipe Pigna.
Gran cultor –O’Donnell– del consenso. La flexibilidad patriótica supo habilitarlo para ser el funcionario cultural de Alfonsín. Después, inalterablemente, de Menem. Y para ser, en la actualidad, también el ideólogo inalterablemente histórico de Cristina.
Con la voz ancestral de la señora Teresa Parodi. Con los rostros compungidos de los funcionarios, de los aplaudidores del elenco estable. De la señora de Bonafini, parte eterna de la escenografía. Junto a los oportunos carteles que exaltaban la pasión reelectoral de Granados, el poli-leal minigobernador de Ezeiza. Granados también, más aún que el Pacho, estuvo digestivamente identificado con Menem. Con Duhalde. Ayer con Néstor y hoy con Cristina. Y mañana, vaya a saberse. En los noventa, con Menem, Rosas fue útil para neutralizar los efectos negativos del avance privatizador del neoliberalismo. En 2010, con Cristina, Rosas ya nos sirve para que los progresistas se muestren menos zurdos. Pueden servirse, a canilla libre, de súbito romanticismo nacionalista.
Ambos –Menem y La Elegida– mantienen, tanto detrás como adelante, al costado y siempre, la reasignación pragmática del discurso peronista. Reversiblemente adaptable, ideal al bolsillo de cualquier historiografía.
*Extraído de www.jorgeasisdigital.com.