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opinión

Nada de nada

No es que no tengo nada para opinar (estoy lleno de opiniones), sino que nunca concebí a esta columna como una opinión.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Después de tantos años de escribir esta columna, más de diez, o tal vez quince, toda una vida; el tiempo que pasa y todo lo cambia, lo vuelve diferente, enrarecido, sombrío o, a la inversa, el tiempo que pasa sin pasar, que transcurre sin transcurrir, que todo lo cambia, sí, pero volviéndolo igual al punto de inicio (Karl Kraus: “La meta es el origen”), como un bucle que se despliega hacia atrás, fuera entonces del tiempo que pasa, el tiempo que hace, que se deshace; antes de todo eso, o después, después de tantos años de escribir esta columna, he llegado a un punto, a una cima, a una situación que la que, quizás, ya no deba dar explicación alguna aunque sí, me temo, una somera descripción, una frase seca que describa lo que sucede, es decir, lo que me sucede a mí, ahora, en este instante, en el momento que mis dedos rozan el teclado y ustedes, eventuales lectores, se concentran o, más bien, se desconcentran ante este texto; es el momento pues de declarar ya, sin más demoras, bajo el rigor más extremo lo que acontece: hoy no tengo nada para decir. Nada. Nada de nada.

  No es que no tengo nada para opinar, (al contrario, estoy lleno de opiniones), sino que nunca concebí a esta columna como una opinión, como un balcón desde el que se arrojan comentarios sobre los hechos que pasan, sino, a la inversa, como un hecho en sí mismo, un acto, una acción. Tampoco creo que lo que me ocurre tenga que ver con una frase de Edmond Jabès, que traduje hace tanto tiempo que se me hace que, en ese entonces, aún no había sido inventada la poesía o incluso el tiempo, frase de un poema que indica: “No haber tenido nada para decir/ Y haber querido expresarlo”. No creo lo que hoy me ocurre linde con esa frase, porque allí Jabès remite a una cierta dimensión ontológica, o existencial, o incluso esencial; esencial en el sentido que Lévinas y luego Derrida piensan a lo judío y a la esencia (Derrida: “El judío, lo otro sin esencia”), experiencia que está fuera de mi alcance este día, en esta columna y, seguramente, también en el resto de mis días. Tampoco me parece que pueda abrevar en Historia de la nada, de Sergio Givone, porque allí, más allá –o más acá– del título, lo que traza no es una historia de la nada, sino una del nihilismo; bien que a la nada y al nihilismo pueda pensárselos como siameses deformes o, lisa y llanamente, bajo la figura del Doppelgänger, tal como lo pensó Jean Paul hacia fines del siglo XVIII, como el que “camina a su lado”, para luego ser reconfigurada, siempre en el romanticismo alemán, como el “gemelo malvado”. Incluso Mario Praz, siempre tan anglosajón, arriesga que cuando el público llama Frankenstein a la criatura del doctor Frankenstein no está tan equivocado como parece, pues el monstruo es de algún modo un desdoblamiento de su creador, es decir, también un Doppelgänger. Pero no, lo que me ocurre hoy tampoco parece encajar en esta tradición, sublime y deforme, adjetivos que no logran asir mi situación actual. 

Pues, tal vez, deba confesar que hoy se abate sobre mí aquella frase proferida por Job: “Lo que más temía, me sobrevino;/ lo que más me asustaba, me sucedió”. Eso, solo esto: hoy no tengo nada para decir. Y, habiéndolo dicho, tranquilo y enamorado, salgo a fumar un cigarrillo, en calzoncillos, al balcón del hotel en el que estamos viviendo.