En una nueva muestra de las consecuencias de la llamada grieta, se debatió en la pasada semana si los dichos de un periodista claramente alineado con el gobierno kirchnerista, publicados en un medio colega, se acercan a una suerte de sincericidio o sólo son fruto de la búsqueda de explicaciones para actos de clara corrupción que se están analizando en la Justicia, en los círculos políticos y en la prensa.
Las preguntas son: ¿cuál es el límite entre lo legal/legítimo y la mera delincuencia punible en los tribunales y en la sociedad? ¿Cuál, entre lo “políticamente correcto” y lo provocador? Y, para enfocar la cuestión en los términos que habitualmente aborda esta columna, ¿qué rol nos cabe a los periodistas y a los medios que cobijan nuestras ideas y prácticas profesionales en relación con estas cuestiones?
Decía el promotor militante de los pensamientos y la praxis que fueron cuasi hegemónicos durante más de una década, que para ser exitoso en una carrera política con vocación presidencial es necesario invertir mucho dinero. Y que esa necesidad puede ser solventada de dos maneras: o con riqueza personal de los protagonistas y sus patrocinadores, o con el aprovechamiento non sancto de los dineros públicos. No importa, aclara este ombudsman, si la intención del autor del artículo de marras fue simplemente provocar, inquietar, plantear un debate, o si su objetivo fue justificar el accionar espurio o doloso de quienes hicieron y hacen uso de los bienes comunes en beneficio propio o de una línea ideológica o de un objetivo político. Lo escrito escrito fue, está publicado y no hay explicación ex post que valga.
No se trata de monedas (y aunque así fuera, también sería cuestionable una metodología ilegal o cobijada por prácticas disfrazadas de legalidad): en noviembre de 2014, PERFIL publicó un informe muy pormenorizado en el que se señalaba que cualquiera de los candidatos o precandidatos por entonces perfilados para las elecciones de 2015 debía tener fondos cercanos a los 100 millones de dólares si pretendía algún resultado favorable en su campaña. Las cifras variaban entre los 30 millones de dólares presupuestados para el socialismo de Binner y los 100 a 130 millones para las campañas de Scioli, Macri, Randazzo o Massa. Entre todos los aspirantes y gastos oficiales, alrededor de mil millones de dólares.
Por cierto, ese dinero, con el sistema político actual de financiamiento de los partidos, no se reúne con colectas populares ni almuerzos o cenas para recaudar fondos. Sólo es posible si: 1) los aportes individuales o colectivos (para los cuales hay fuertes limitaciones, por lo general violadas) son suficientes para cubrir tantos gastos; 2) las fortunas personales de los candidatos alcanzan y si éstos están dispuestos a arriesgarlas en uno o varios actos electorales (poco creíble en estos tiempos de feroz control del bolsillo propio); 3) los candidatos o sus partidos en ejercicio de gobiernos de cualquiera de las jurisdicciones facilitan el “robo para la corona” (para ser más directos: derivan parte o todos los sobreprecios en obras, retornos de contratistas y otras excrecencias), alimentando así con dineros de todos las apetencias de los aspirantes y sus adláteres.
Se dirá que esto es así en casi todos los países del mundo (argumento cuestionable, claro). Y bien: mal de muchos, consuelo de víctimas. Es tiempo de que empiecen a cambiar las reglas que abren el camino a tanta corrupción institucionalizada a favor de un sistema político que merece reformas profundas. En esta línea, la tarea que nos cabe a periodistas y medios debería ser creciente, intensa y compartida, y no dejar paso a extrañas, alambicadas explicaciones para dar sustento a los actos de manifiesta impudicia.
En el Correo de hoy, el lector Jorge Lobo Aragón dice: “En términos políticos, reservamos la corrupción y las corruptelas para aplicarlas a las conductas de quienes, usando poderes del Estado, se benefician personalmente en desmedro de los intereses generales, con perjuicio de la sociedad o del mismo Estado. Una conducta corrupta es la que, con mala fe, no procura el bien general sino el propio o el de allegados o benefactores”. Sus palabras aplican a la perfección para cerrar estas reflexiones.
Omisión. Tiene razón el lector Enrique Cafferata cuando señala que este ombudsman –desacertadamente– no incluyó el régimen impuesto el 4 de junio de 1943 entre las dictaduras que alteraron el orden constitucional argentino en el pasado siglo. Ese movimiento motorizado por los militares nacionalistas de la época (entre los cuales era protagonista importante el coronel Juan Domingo Perón) fue el que interrumpió el gobierno de Ramón Castillo y cerró así una década de fraudes y un régimen poco o nada democrático inaugurado por el general José Félix Uriburu en 1930, cuando derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen.