En algún lugar escribe Edmond Jabès: “No haber tenido nada para decir y haber querido expresarlo”. Cito de memoria, no estoy seguro de que la frase sea exactamente así, más allá de que, hace 25 años, me tocó a mí traducir esa frase y el poema en la que se encuentra, ese más otros poemas, en una breve antología que creo también –evidentemente no estoy seguro de nada– fue la primera traducción de Jabès al castellano. No conservo ningún ejemplar de la revista en la que salieron los poemas, ni el archivo original, ni nada más. Intoxicada por el exceso de postrecitos Sandy de dulce de leche, mi memoria tiende a evaporarse como me ocurre con la inmensa cifra que recibo por escribir esta columna, apenas una semana después de haber cobrado.
Leído, comentado y admirado por Blanchot y Derrida, entre otros, intuyo que la frase de Jabès remite a una idea de la nada ajena de cualquier trivialidad. Ese “no haber tenido nada para decir” y su contracara paradojal “haber querido expresarlo” suponen para la poesía, para la lengua, la posibilidad, o más aún, la obligación, o incluso el derecho, de expresar esa nada radical: expresar esa nada que funciona como centro de la lengua es la tarea del poeta en la época de las demasiadas palabras vacías o vaciadas de sentido. Podría seguir un rato más por este camino (¡me volvió la memoria! A medida que escribo me voy acordando de los poemas de Jabès y de sus implicancias literarias y filosóficas) que conduce a una interrogación sobre la propia idea de interpretación, de hermenéutica, e incluso a la lectura que cierta tradición francesa realiza de lo judío, de la interpretación infinita cuyo centro está ocupado por la ley, entendida precisamente como un vacío al que se accede sin acceder. Ante la ley, de Kafka, y el texto que Derrida le dedica son dos piezas claves en esta lectura.
Pero no es el caso. Quiero decir, no es mi caso hoy, aquí y ahora, mientras escribo estas líneas. Yo realmente no tengo nada para decir. O al menos hoy. No hay aquí ninguna filosofía, ninguna filiación al comentario abierto por Jabès, sino simplemente que hoy no tengo nada para decir aquí, en esta columna dominical. Escribí recién “simplemente” como si realmente fuera simple. No es simple decirles a mis empleadores y a mis eventuales lectores que este escriba dominical no tiene nada para decir este domingo. Pero es realmente lo que sucede. ¿Me ocurrirá a mi solo? No lo sé. Se que, como lector, me atraviesa esa duda constantemente. Es decir: constantemente leo notas, columnas, crónicas, editoriales que no tienen absolutamente nada para decir. Lo que remite a otra duda: ¿por qué los diarios salen todos los días (o los suplementos culturales todas las semanas)? Entiendo por qué el diario Clarín (y los demás medios del grupo) y el diario La Nación (y los demás medios del grupo) salen todos los días: su trabajo central consiste en intentar derribar al Gobierno (como medida de corto alcance: a mediano plazo sus objetivos son mucho más profundos y graves) y para eso es necesario esforzarse 24 horas los siete días. ¿Pero no sería mucho mejor si los diarios salieran cuando tienen algo para decir? Me acuerdo ahora de una frase de Horacio González en Historia conjetural del periodismo: “Una redacción de un diario es de alguna manera una ‘época’”. ¿Qué decir de nuestra triste época?