Cortamos puentes. Bloqueamos fábricas. Incautamos bombachas femeninas a la búsqueda de ADN sospechosos. Criminalizamos editores de diarios. Llamamos prestigiosos a los testaferros. Atacamos a balazos actos políticos adversos. Cancelamos manu militari licencias de banda ancha a empresas del “enemigo”. Hablamos de temas de hace 35 años como si estuvieran sucediendo y en esos fuegos ardemos.
Olor a naftalina, o peor aún, recuerdo de ese perfume, emanado de un pasado ya evaporado. La Argentina hiede a antigüedad. El entero discurso cotidiano ha sido nuevamente copado por la peor de las nostalgias. Es la más venenosa, la que deriva de la parodia más asombrosa.
Como género, la parodia remeda de modo disparatado y alucinante el origen material de una vivencia. Es falsificación y copia grosera. Es fusilamiento simbólico. Esta adhesión funesta a la mentira trasciende la conducta del binomio presidencial y se advierte en numerosas facetas de la vida nacional, pero alcanza el sublime pico del éxtasis mitómano en los dichos y hechos del dúo gobernante.
A diferencia de lo que suelen hacer los académicos y profesionales verdaderos del derecho, la Presidenta se hace buches reiterados con su “nosotros los abogados”, pero –a renglón seguido– confunde sindicación de acciones (una práctica corriente y perfectamente legal en la vida societaria de las empresas), con “sindicalización”. De inmediato, al querer exaltar los méritos de un módico contador usado como presta-nombre de David Graiver, un financista inescrupuloso, la Presidenta lo describe como “prestigioso testaferro”. ¿Por qué no? En el mundo de valores del actual gobierno argentino, esa contradicción en términos es directamente irrelevante.
Sobrecoge la mascarada. Tan gruesa capa de maquillaje ha ido deformando el rostro de la realidad. Sólo una imponente audacia sostiene un afán tan desmesurado.
En contra de una evolución tecnológica y de significados que va vaciando de centralidad el papel para diarios, los parodiantes de 2010 se propusieron zambullir al país en una guerra santa para que la Argentina tenga una fábrica estatal productora, comercializadora y distribuidora de ese producto. Si Carlos Menem proponía el cohete interplanetario para los viajes de cabotaje de la Argentina, los Kirchner van “a por el papel”. Han descubierto que las masas populares están desesperadas de apetito por ese logro.
Para atrás vamos, porque siempre se puede retroceder más. Los piqueteros de Gualeguaychú, seguramente deseosos de recuperar sus románticas mateadas junto a la ruta cortada, retornan a la metodología, pero ahora sólo con frecuencia semanal, como para no perder estado físico. No están conformes con lo actuado por el Gobierno y en este punto tal vez hasta tengan razón, ya que la Casa Rosada acordó con el gobierno uruguayo, pero sin convicción ni decisión verdadera.
Abundan las escenas del aquelarre del siglo XX y metodologías de ancianidad llamativa. El intendente peronista de La Plata, Pablo Bruera, se “lanza” en el Luna Park para pelearle al oficialismo territorio bonaerense, y enseguida reaparecen los chumbos, como si el inolvidable traslado de los restos de Perón a San Vicente, con sus batallas campales a los tiros, hubiera sido apenas un capítulo más de un rito inexorable y eterno. Hugo Moyano, ungido como jefe del aparato del mayor peronismo nacional, es emplazado por un cacique lateral, pero con representación gremial ostensible, Juan Pablo Medina, que lo acusa de ser el dirigente gremial más rico de la historia. Si lo mismo hubiera dicho alguien de la oposición, lo hubieran ametrallado como “gorila”.
Acá nomás, sin embargo, el gobierno uruguayo de José Mujica anuncia esta semana que una de las prioridades de la gestión del Frente Amplio es “avanzar en la remuneración por resultados y por desempeño a nivel global en la administración y en los diversos servicios”. La gobernante izquierda uruguaya quiere iniciar esta revolución en el ámbito educacional y que los docentes sean evaluados y remunerados acorde a la calidad de sus servicios. El gobierno que conduce el viejo guerrillero tupamaro pretende que la planta de personal del obeso Estado uruguayo comience a ser reformulada en términos de merecimientos, méritos y esfuerzos. Si el “neoliberal” Macri se propusiera eso en la Ciudad de Buenos Aires, lo “ajusticiarían” en la calle.
Uruguay queda lejos de la Argentina. De Chile ni hablemos. Cuando el presidente Sebastián Piñera anunció al mundo la gozosa novedad de que los 33 mineros enterrados a 700 metros de profundidad estaban a salvo, la invitó al lugar de la excavación a la senadora socialista Isabel Allende Bussi, hija de Salvador Allende, para asociarse a la tan conmovedora ceremonia.
Acá también se hacen invitaciones. En la bochornosa noche de la cadena nacional de 72 minutos, Néstor Kirchner se preocupó por sentar a su lado a Osvaldo Papaleo, secretario de “prensa” de Isabel Perón, cuando la TV había sido estatizada, la Triple A copaba la calle, con sus centenares de asesinatos y decenas de artistas y profesionales amenazados de muerte y partiendo al exilio.
Todo apesta a antigüedad. Se esparce una “baranda” oficial que transmite farsa, incluyendo imputaciones de “lesa humanidad” salpimentadas con sarcasmos primitivos e improvisaciones embarazosas para quien las perpetra.
Así, la Presidenta descubrió “la importancia que han adquirido los medios en el posmodernismo (sic)”, regocijada en su ideologismo estólido e inmodificado. Mientras el ex líder de la JP montonera, Dante Gullo, se enfunda la camiseta de la Juventud Sindical que los masacraba en los 70, la Presidenta reitera la provecta fantasía del peronismo.
Está convencida de que al mundo lo gobiernan las sinarquías, encarnadas en la Argentina –dice– por los medios.
La parodia central se resume en esta foto taciturna. Lo viejo es lo nuevo. Lo vetusto es lo fresco. Sería gracioso si no fuese funesto, porque toda infatuación autoritaria que se traviste de épica transformadora termina procreando calamidades.
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