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Navegar es preciso

Soltar amarras, eso es pensar. Navegar, decía Pessoa. Desde que trabajo en las instituciones educativas de la filosofía decidí convocar para tareas colectivas a gente de las más variadas procedencias. Empleados de videoclubes, arquitectos, escenógrafos, matemáticos, actrices, jóvenes estudiantes, libreros, pilotos de aviación y paseadores de perros. Intenté que el espacio de pensamiento filosófico no se llenara de psicoanalistas y profesores de Filosofía.

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Soltar amarras, eso es pensar. Navegar, decía Pessoa. Desde que trabajo en las instituciones educativas de la filosofía decidí convocar para tareas colectivas a gente de las más variadas procedencias. Empleados de videoclubes, arquitectos, escenógrafos, matemáticos, actrices, jóvenes estudiantes, libreros, pilotos de aviación y paseadores de perros. Intenté que el espacio de pensamiento filosófico no se llenara de psicoanalistas y profesores de Filosofía.
Esta apertura no es demagógica ya que el compromiso es fuerte. Constancia y esfuerzo medido por una asistencia regular y un ritmo de lectura sostenido, hacen de un visitante ocasional un aficionado a la filosofía con capacidad para una producción escrita solvente y una transmisión oral digna.
Docentes e investigadores han surgido de un trabajo de años cuyo currículum no se basa en diplomas ni en acreditaciones a congresos típicos del negocio académico.
En el mundo de la intelectualidad se carece por lo general del sentido del ridículo. Vemos pasearse ya no a perros sino a seres bien definidos en su obra acerca del Renacimiento italiano  por el profesor de Federico Nietzsche, me refiero a Jacob Burckhardt, quien  a su vez remite a Battista Mantovano en su artículo Soberbia, en el que así describe a los humanistas:
 “Caminan con su aire de falsa gravedad y un aspecto malhumorado y malicioso, comparables a grullas que van picando aquí y allá, contemplando su propia sombra unas veces, y otras atormentados por el afán de elogios”.
Soltar amarras es también despedirse de esos afanes de preocupación y de esas poses declamatorias propias de una interminable solemnidad.
Una vez en alta mar, me he encontrado con muchas ideas de una abundancia tal que más de uno puede morir chupado por el abismo de la pretensión erudita. A pesar de tal exceso bibliográfico he llegado a rescatar unas pocas cosas del maremágnum filosófico, no me refiero a autores sino a tradiciones de pensamiento con las que he conformado mi muestrario teórico.
Son tres las vertientes. La llamada teología negativa que me enseñó a que no se puede decir todo. El romanticismo filosófico que me aseguró que no somos nada. Y el escepticismo moderno que me autorizó a que, a pesar de no poder decirlo todo y de no ser nada, puedo afirmar lo que quiero.     
Después de esta confesión no me sorprende escuchar los ladridos de aquellos que Paul Nizan llamaba “perros guardianes del saber”, definición adecuada a esta nota que se me está haciendo cada vez más canina a la vez que líquida. Espero que con esta última palabra  no se me aparezca el señor Zygmunt Baumann con su manguera y nos riegue a todos con más libros aún sobre la liquidez de nuestras costumbres. Estos perros ladran de todo y con justa razón. Decir lo que uno quiere no es una condición suficiente para generar curiosidad e interés de parte del prójimo. Es necesario ofrecer ciertas garantías. Por ejemplo, que se tiene un pieichdí en la universidad de Albuquerque. O, mejor aún, que no se ha renunciado a las utopías de una juventud maravillosa y se está en contra de las ideologías dominantes y de la  horrible burguesia que les pagó sus versos filosóficos a Descartes, Kant y Hegel. Muy apreciados son los pensadores que con ademanes heideggerianos componen su De Profundis. También es exitoso prenderse una escarapela en la solapa del resentimiento y sentirse un patriota con la filosofìa nacional. Finalmente en nombre del rigor aseverar que se está al tanto de los últimos descubrimientos de la neurociencia cognitiva y por eso reasegurarse de no decir  pavadas.
Recuerdo dos frases de Mario Vargas Llosa, condecorado como vecino ilustre de Buenos Aires y apedreado en la ciudad de Rosario, una muestra de nuestro federalismo. Dijo algo así en los comienzos de una de sus novelas: “Hubo un día en que Perú se jodió”. La frase es mejor y seguramente el lector la sabrá hermosear como es debido. La otra frase se la escuché decir en un reportaje por Radio 10 en el programa de González Oro en el que éste le hablaba de Borges y de su devoción por los libros, dijo Vargas Llosa: “Ah, sí, leer es muy importante, le hace creer a la gente que es mejor de lo que es en realidad”.
Son, a mi entender, dos buenas frases. Una porque me hace pensar en qué momento se jodió la Argentina. Halperín Donghi dice que fue en el 1929. A veces en mis raptos de buen humor liberal se me ocurre que fue el 17 de octubre del ‘45. Pero no siempre disfruto de ese humor. Otras, las más de las veces, el 29 de marzo de 1962, día del golpe de Estado a Arturo Frondizi, el político que tuvo la última idea.
Respecto de la supuesta cualidad ética de los lectores y estudiosos de la cultura, me parece que el escritor peruano observa un rasgo de Buenos Aires del que hablaré en otra nota.

*Filósofo.