COLUMNISTAS
Apuntes en viaje

Necrópolis

Es un domingo de puro sol y brisa marina y son apenas las cinco de la tarde y es casi verano, faltan varias horas para que oscurezca.

20181117_necropolis_martatoledo_g.jpg
Necrópolis. | Marta Toledo

Cuando llegamos al Cementerio de Disidentes, en el cerro Panteón, en Valparaíso, está cerrado. Es un domingo de puro sol y brisa marina y son apenas las cinco de la tarde y es casi verano, faltan varias horas para que oscurezca. Pero el cementerio tiene estricto horario de 9 a 5 durante todo el año, sin importar las horas de luz natural. Las rejas están cerradas con candados. Adentro, por las vereditas entre los panteones todavía se entretienen algunos visitantes rezagados. Ahí está también el cuidador del cementerio que desoye nuestro pedido: no tomará más de 15 minutos grabar el video institucional que vinimos a hacer. No, dice el hombre incólume, el cementerio ya cerró. Un perro gordo duerme echado a pocos metros de la entrada. La sombra de la reja le dibuja líneas sobre el cuerpo.

No hay más remedio que arrancar para otro lado. El cementerio se construyó en 1825 y por unos cincuenta años solamente albergó los restos de las personas que no eran católicas. Enfrente se levanta el cementerio Nº 1, que también está cerrado. Tal vez en el siglo XIX no se ponían de acuerdo en los muertos de qué religiones aceptar, pero se ve que en el siglo XXI están muy de acuerdo en que los cementerios deben cerrar a las 5 en punto.

No tiene caso ir hasta el de Playa Ancha, así que nos quedamos mirando la ciudad desde el cerro.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Un par de monoblocks, absurdos, asoman entre el caserío multicolor de los cerros. En el caminito que conduce a los cementerios también hay casas. Si cuando fueron construidos se buscó la altura y la lejanía de la ciudad por una cuestión de higiene, no tardó demasiado la ciudad en rodear los camposantos. Una mujer mayor sale de una de las casitas empujando la silla de ruedas de otra bastante más joven, la hija tal vez, o cuidadora y paciente, no sé. Cruzan hasta la sombra que arroja el murallón del Cementerio de Disidentes y se quedan allí, conversando como bajo un gran árbol. Una gatita atigrada también sale de la casa y se sienta a los pies de la inválida.

Mis compañeros de expedición me cuentan la historia de Emile Dubois, un francés, el primer asesino serial de Valparaíso, ejecutado a principios de 1900. No es un asesino serial cualquiera ni tiene nada que ver con Jack el Destripador. Dubois mató a cuatro comerciantes que, al parecer, eran terribles usureros. Esos crímenes le valieron la simpatía de los pobres. Un asesino a lo Robin Hood. Buscamos su foto en el Google del teléfono: Emile Dubois, sentado en una silla de respaldo muy recto el día de su ejecución. Dicen que miró de frente a sus verdugos y les dijo: “¡Apuntad bien al corazón!”. No se sabe dónde están sus restos pero en el cementerio de Playa Ancha hay una “animita”, como llaman los chilenos a los monolitos levantados en honor a los muertos. Allí, a ese altar, peregrinan los fieles del Emilio a pedirle cosas y después, cuando les cumple, a agradecerle, a pegar plaquitas por los favores recibidos. Emile Dubois además de un Robin Hood es una especie de Gauchito Gil, un santo milagrero.

Dubois comparte barrio con otro muerto de historia fabulosa: Martín Busca Vilanova. Un inmigrante español que llegó a Valparaíso a finales del siglo XIX, con una mano atrás y otra adelante, y que, de la noche a la mañana, se volvió rico. Dicen que haciendo un pacto con el diablo. Fortuna a cambio de su alma “el día que tocara tierra”. Sin embargo, el astuto Busca Vilanova engañó al mismísimo demonio. Para su muerte ordenó que lo metieran en un sarcófago de cemento sostenido sobre cuatro garras de león y así se hizo. Su alma nunca tocó tierra. Belcebú todavía espera.