Fitzcarraldo: ¡Por el cocinero de sus perros! ¡Por Verdi! ¡Por Rossini! ¡Por Caruso! Don Araujo: ¡Por Fitzcarraldo, el conquistador de lo inútil!
Klaus Kinski en “Fitzcarraldo” (1982) dirigida por Werner Herzog.
Heidegger, endiablado wing izquierdo de los campitos de Messkirch en sus años mozos, odiaba a lo que él llamaba tecnocapitalismo... salvo que se tratara de fútbol. Entonces sí abandonaba el retiro de su cabaña en la Selva Negra y se pegaba al Telefunken de sus vecinos para disfrutar del juego de Franz Beckenbauer, ese jovencito del Bayern Munich que siempre salía del fondo con cabeza levantada y pelota al pie. Es una lástima que no haya podido ver en acción a Lothar Matthäus. Lo hubiese disfrutado también, con esa precisión suya tan alemana para manejar los tiempos.
Ambos fueron volantes completos, brillaron en la posición de líbero y juntos, como capitán y técnico, levantaron la copa en el Mundial de Italia en 1990. Dos historias similares que, fuera de las canchas, terminaron siendo opuestas. Hoy Beckenbauer preside el Bayern Munich y es un dirigente serio, respetado y bastante conservador, mientras que el bueno de Matthäus, según cuenta la prensa alemana, es un tiro al aire. Un frívolo amante de los flashes, la noche y las mujeres; poco confiable a la hora de armar proyectos. Pequeño detalle que, por cierto, explica mejor el por qué este prócer teutón deambula por circuitos marginales del fútbol en lugar de dirigir a cualquier equipo de la Bundesliga.
OK, éste es el hombre que fueron a buscar los dirigentes de Racing, en medio de una crisis terminal y después de vivir una traumática experiencia con Caruso Lombardi. Un chanta alemán.
Rodolfo Molina y su vice Podestá, más allá de sus buenas intenciones, parecen dispuestos a continuar con la histórica tradición de sus antecesores, los elegidos, los golpistas y los de facto: hacer todo mal. La excusa de su inexperiencia en el manejo de fútbol profesional ya comienza a licuarse frente a la rotundidad de los hechos. Hace un año, cuando asumieron, dejaron todo en manos del técnico que heredaron y ratificaron, Juan Manuel Llop, que eligió y descartó jugadores a su gusto. La cosa salió muy mal y después de una serie de derrotas, lo fueron a buscar a Caruso, un entrenador con merecida fama de bombero sacapuntos. Parecía que solo un milagro salvaría a ese equipo del descenso y el milagro increíblemente sucedió. ¿Qué pasó después? La historia se repitió, calcada. Caruso eligió, descartó y se fue, dejándole al club su insólito casting de muchachos llenos de ilusión, entusiasmo y escaso talento para el primer nivel. Un desastre que deberá solucionarse en el próximo campeonato con otro milagrito a pura mística y, si es posible, con algún jugador de fútbol.
Mientras el increíble Racing tropieza por enésima vez con la misma piedra como si se tratara de un yo-yo enloquecido, sus vecinos se ríen con malicia y, en sus ratos libres, inauguran estadios. Los hinchas de Racing que hemos ironizado con el tema del alquiler y sus infinitos problemas para terminar la obra hoy nos mordemos la lengua. Por cierto, la gestión de Comparada no ha sido una maravilla para envidiar, pero los colorados mantienen –al menos en el trazo grueso– el legado de sus mayores, esos gallegos amarretes, buenos pagadores, planificadores aún con la libreta de almacén, menos delirantes que esos bohemios de la Academia que, en lugar aceptar la oferta de mudarse a Retiro, en 1950 volvieron a levantar otra mole de cemento en el barrio para ver quién la tenía más larga. Pero mejor no hablemos más de eso, muchachos, que me acuerdo de Bochini y… me baja la presión.
Que el papelón con Matthäus haya coincidido con la reinauguración del Libertadores de América es otro acierto de la dirigencia de Racing, infalibles a la hora de escribir guiones para tragicomedias, sainetes y un teatro del absurdo que reíte de Alfred Jarry. Muerta la ilusión –y quizá el negocio– de mostrarle al mundo una big star que disimule las miserias, y caída la posibilidad de Sergio Markarian, un técnico oriental al que convenientemente apodan “El Mago”, la feligresía académica ahora se ilusiona con otro cliché místico de notable arraigo: el regreso de la estatua. Mostaza Merlo, el mismo que ganara el último título el jueves 27 de diciembre de 2001, la inolvidable semana de los cinco presidentes. “La ciudad se derrumba y yo cantando”, cantaban Silvio Rodríguez y los hinchas de Racing en esos oscuros días. Así de exóticos somos.
Matthäus, el descenso, Merlo, el eterno sueño de grandeza… Uf. Racing es así, una estrafalaria versión de La conquista de lo inútil, el libro donde Werner Herzog habla de sus obsesiones y de Fitzcarraldo, la obra maestra que filmó en 1982. Ahí está todo: la increíble visión de un barco a vapor serpenteando hacia lo más alto de una montaña, el delirio megalómano, el amor por lo imposible y Klaus Kinski en la piel de ese irlandés demente que a comienzos del siglo XX atravesó la selva para construir una ópera en Iquitos y cumplir su sueño de llevarlo a Caruso...
¡Caruso, muchachos! Se los dije: casi Racing.