Los nazis habían instalado su puestito de propaganda antijudía en plena calle Florida, yo creo que entre Córdoba y Viamonte. La democracia en la Argentina acababa de restablecerse o se estaba por restablecer. Imperaba entonces, después de tantos años de silenciamiento forzado, la ilusión de que cualquier clase de debate, toda entrada en fricción de las ideas, podía resultar una práctica cívica intrínsecamente encomiable. Yo no había leído todavía a Habermas, pero ya era el que lo leería: creía en las argumentaciones, en las persuasiones, en la resolución de conflictos por vía comunicativa.
Ya no pienso igual: me pasé, por convicción, a la noción de discursos en guerra; y discuto con quien sea, pero con los nazis ya no. Aquella tarde, sin embargo, lo hice. Lo recuerdo bien, pese a los años transcurridos. ¡Y cómo olvidarlo, si fue mi primera discusión política fuera de casa (es decir, de mi papá) y fuera de las aulas de mi colegio (aquellos sardónicos condiscípulos míos, que admiraban al ingeniero Alsogaray)!
El planteo de los nazis en Florida era el siguiente: que el sionismo, los judíos, la sinarquía internacional, el Estado de Israel se disponían a la conquista del mundo. Detallaban en un mapa algo impreciso los avances israelíes y llamaban, ante tal evidencia, a acabar con los judíos de una buena vez por todas. Yo me acerqué, insignificante como siempre, y aprovechando una breve pausa que se produjo en la andanada de odio, alegué que encontraba sustancialmente falsas las identificaciones propuestas; que ser judío no necesariamente implicaba avalar ni estar de acuerdo con los cuantiosos atropellos de ciertas políticas israelíes, más concretamente las de sus gobiernos de derecha, y que una prueba concreta de lo que estaba planteando era, sin ir más lejos, yo mismo. Uno de los nazis acudió y me abrazó, en aparente gesto de afecto. Gesto que mantuvo mientras me susurraba que mi planteo le resultaba sumamente interesante, que por qué no lo desarrollaba con él un poquito hacia el costado (es decir, donde el resto no podía oírnos).
Pero esta historia de mi adolescencia admite, según creo, ser leída también en sentido inverso: no todo posicionamiento crítico contra las tropelías perpetradas por el Estado israelí implica antisemitismo. Quien lo diga o haya dicho simplifica o distorsiona, aplana o falsifica, malentiende o quiere engañar. No estoy tan seguro, por otra parte, de que exista en la sociedad argentina un verdadero rechazo del odio antijudío. Hace unos días, salió la noticia de que cierto político local, conocido por haber reivindicado a Hitler, recibiría doce millones de pesos para las PASO, y hubo una gran consternación general. Pero apenas la cifra se redujo de doce a cuatro, volvió la calma. Cuatro, por lo visto, ya pareció bien.