Es fácil amar a Río por Vinicius de Moraes o Joao Gilberto. Meritorio es quererlo aun después de que Astrud, la jovencísima esposa de Joao, claudicara bajo el saxo de Stan Getz.
¿Cómo no enamorarse de las playas con arenas que no queman y aguas que no congelan? El asunto es aprender a quererlo a pesar de esos muchachos capaces de tardar dos horas, de madrugada, en habilitarte una habitación para dormir.
A Río no se lo ama por Zico. Se lo ama pese a Dunga.
Algo así debería figurar en un decálogo de consignas inevitable para todo aquel que pretenda cubrir el mundial de fútbol por comenzar sin morir en el intento.
Porque una cosa es recorrer kilómetros entre las avenidas Ayrton Senna y Salvador Allende –lo nuestro será vivir más de un mes casi sin salir de Barra da Tijuca– sin ver más que un puñadito de carteles alusivos al torneo que se viene y otra muy distinta, ignorar que ésta es tierra de fútbol. Sacrilegio para un argentino decir que es la tierra futbolera por excelencia; ¿quién se animaría a desmentirlo?
Pretender comprender la lógica de una nación enorme con tantos más millones de habitantes que la nuestra es advenedizo. Supongo que ni siquiera el más groso de los sociólogos podría resumir en una idea concreta cuántos brasileños intentarán boicotear o, menos aún, darán la espalda al torneo cuando la verdeamarela juegue su primer partido. Cuesta tanto creer en un gesto de indiferencia como en que un par de goles de Neymar liquiden los reclamos sociales. Probablemente, las dos cosas convivan. Y nada impida que acá se juegue un Mundial.
En todo caso, si a Brasil 2014 le tocase un vuelo turbulento, el avión que no saldrá será el de Río 2016. Eso sí, si a fin de año nadie cambiase de opinión, sería cosa juzgada que los próximos Juegos Olímpicos también se realizasen en tierra carioca.
No vayan a creer que cuando se habla de que nada impedirá que el Mundial se juegue en tiempo y forma no es justamente porque tenga amigos infiltrados en esa gelatinosa masa de manifestantes cuyo éxito radica, en parte, en que justamente no responden ni a un solo referente ni a un solo reclamo. Rara paradoja descubrir que, después de esforzarte por sedar a los narcos, de pronto, los que te la pudren son personas a las que, mayormente, sólo les asiste la razón.
El Mundial se jugará, como se explicó hace rato, porque, llegado un punto del asunto, es la FIFA la que se encarga de que su negocio no encuentre obstáculos. Tal como pasa con el Comité Olímpico Internacional, llega un punto en el que la llave del espectáculo ya no está más en manos ni de un país ni de una ciudad sino de la corporación que la organiza. Este hace rato dejó de ser el Mundial de Brasil para pasar a ser otro Mundial de la FIFA.
¿Rutas poco fluidas? ¿Tránsito imposible en los centros urbanos? ¿Menos hotelería que la exigida? ¿Infinidad de obras sin terminar?
¿Precariedad en aeropuertos? ¿Servicios gastronómicos ridículamente insuficientes en el centro de prensa?
A esas y muchas otras incertidumbres, esos hombres que todo lo manejan a mitad de camino entre pragmatismo y cinismo le oponen una sola inquietud: que los estadios estén concluidos en tiempo y forma. Y si por ahí la parte exterior de alguno de ellos queda para otra vida, les basta con que lo que se vea por tele luzca en alta definición (si usted oyó hablar del impactante sistema televisivo denominado 4k, le voy avisando que por acá andan unos japoneses chiflados mostrando ¡¡¡el 8k!!!).
Acéptenlo como una exageración más de mi parte. Pero las cosas están planteadas para que hasta quienes llenen las tribunas sean algo así como extras que, en vez de cobrar, pagan por estar sentados allí. Lógica pura: ¿cuánto sueño puede quitarles la comodidad de unas decenas de miles de personas por partido si lo que soporta el negocio son los miles de millones que habrán visto los partidos –y los carteles de las marcas patrocinantes– a través de la tele? ¿Cuánto puede afectarme el tránsito en Goiania o una huelga de obreros en Brasilia si en Singapur, Melbourne, Liverpool y Buenos Aires tengo a todos sentados delante del aparato?
Hasta el estreno, usted seguirá leyendo, escuchando y viendo lo mal que anda la organización brasileña. Y yo, desde mi ámbito, insistiré en la negligencia de tener un solo señor recibiendo a los cientos de acreditados que llegan a diario al International Broadcast Center.
Pero en el mismísimo momento en que Fred se la toque a Neymar y arranque el show, sólo los que se han quedado muy afuera del asunto seguirán hablando de asuntos que, a esta altura, uno no sabe si son producidos por el Mundial o si, en realidad, se aprovechan de la onda expansiva de ese Mundial para que alguien se entere de lo que anda pasando.
*Desde Río de Janeiro.