“Yo he hecho eso, dice mi memoria. Yo no puedo haber hecho eso, dice mi orgullo y permanece inflexible. Al final, cede la memoria”.
Friedrich Nietzsche (1844-1900); de “Más allá del bien y del mal” (1886), página 92.
Este país es fecundo en historias asombrosas, increíbles; de novela negra o policial inglés, con misterios de cuartos cerrados, conspiraciones, traiciones, pistas falsas, héroes y villanos que intercambian roles de acuerdo con el interés de quien la escriba.
Sirve como ejemplo un caso que todos tenemos presente, con sus preguntas sin respuestas; sospechosos de manual, internas feroces, conferencias de prensa donde se habla mucho y se dice poco, torpezas insólitas, decisiones polémicas, intereses cruzados, tensión presidencial y un final triste que nadie imaginó ni en su peor pesadilla. ¿Por qué decidió volver y jugarse a todo o nada? ¿Qué cartas tenía, luego de dos largos años de trabajo? ¿Estuvo a la altura de semejante expectativa? ¿Por qué su as de espada, el hombre en quien más confiaba, el que parecía tener ojos en la nuca, le soltó la mano a último momento? ¿Qué provocó la ruptura? ¿Qué lo empujó a ese callejón sin salida, solo, expuesto, abandonado a su suerte?
Parecía imposible, pero un día Bianchi se fue de Boca, derrotado. Y después, Riquelme, hoy jubilado. Quién diría, ¿no?
Los mitos omnipresentes dejaron un vacío que, para sorpresa de muchos, Arruabarrena –que andaba por ahí, libre, después de su paso por Tigre y Nacional de Montevideo– llenó como pudo, encauzando a un plantel opaco, descompensado y con el ánimo por el piso. Lo dirigió con el estilo que mostró como jugador: serio, esforzado, con mucha moral y espíritu ganador. Y, oh milagro, los sacó del pozo.
Ahora, ya consolidado y con un elenco de estrellas, tan numeroso como el de los clásicos del cine catástrofe –que obligaban a que las películas duraran horas para cumplir con los planos exigidos por contrato–, la cosa tiene otro color. Es su gran chance. También la de Angelici que, pobre, apenas ganó una Copa Argentina con Falcioni y después se resignó a convivir con el enemigo. Liberado y en año electoral, deberá ganar algo si quiere seguir en su sillón. Compró mucho; pero esta vez, bien.
Sara es un arquero a la altura de Orión; Torsiglieri, un central sólido que parece no sentir el peso de la camiseta; Pérez, un volante con despliegue, manejo, equilibrio, llegada; y Lodeiro, un creativo de gran pegada y movilidad, que poco se parece al enganche tradicional, ese invento nativo que juega casi parado, a la espera que una luz divina que le inspire una genialidad. Osvaldo fue la frutilla del postre.
Arruabarrena tiene dos y hasta tres jugadores por puesto. Una sobreoferta que deberá convertir en equipo. No será tan fácil. ¿Cómo jugará? Gallardo, por ejemplo, es un técnico con una idea clara. Arruabarrena resulta más difícil de encuadrar. Pero Lodeiro le aporta algo que su equipo pedía a gritos: juego. Con él podrá elegir. El ultraofensivo 4-3-3, un 4-3-1-2 posriquelmeano o un 4-4-2, con externos.
Un doble desafío lo espera. Hacia afuera, crear un estilo, más allá de los nombres. Puertas adentro, evitar divisiones, contener egos inflamados y mantener la disciplina. Necesitará mucha muñeca.
Y hablando de muñecas: el jueves, antes de jugar con Wanderers, un rumor estalló como un volcán en la prensa farandulera, fue registrado como versión por los medios no especializados, e ignorado piadosa, comprensiblemente, por los deportivos.
Lo que amagó ser un escándalo mayúsculo se diluyó con el paso de las horas, sepultado por un silencio espeso, incómodo. ¿Qué cuentan los que cuentan? Que luego del 2-0 a Temperley el domingo pasado, dos señoritas aparecieron como por arte de magia en una de las habitaciones del Hotel Madero, donde se concentra Boca. Allí, el Burrito Martínez invitó a Osvaldo y, dicen, también al joven Calleri a relajar tensiones. ¿Quién facilitó la locación? Un preparador físico. Muy open mind, todo.
Lo que alertó a Arruabarrena y lo hizo sospechar –continúa el guión– fue el curioso silencio, la falta de ese bullicio típico de las concentraciones. El final es obvio, de vodevil barato. El técnico sorprendió a sus delanteros en offside y ardió Troya. Reproches, amagos de sanción, mediadores que intentaban apagar el incendio y un pacto de silencio para que nada de lo sucedido saliera a la luz.
Duró un suspiro. El jueves, la versión se viralizó en las redes sociales y se instaló en los medios. Osvaldo estaba en la tapa de todos los diarios: era la noche de su debut. Durante 24 horas se dijo de todo. Hasta tuvo sus quince minutos de fama Yanina no-sé-cuánto, señalada como una de las visitantes, que negó todo y agregó un dato que ella juzgó esclarecedor: “Yo soy de River”.
Los chimenteros juraban que Jimena Barón, pareja de Osvaldo, estaba furiosa. Sin embargo, antes del partido ella, tierna, le deseó suerte por Twitter y a la noche, en pleno partido, intercambió besitos con él desde el palco de los Maradona. “Al rumor, ni cabida”, dijo, terminante. Que en jerga significa: “Para mí, no existe”. That’s love.
No hubo sanciones, así que el club no creyó necesario desmentir nada de manera oficial. Pero Arruabarrena sí habló. Fue todo lo claro que quiso y pudo: “Los rumores a mí no me interesan, no quiero hablar de eso; pero los jugadores de Boca, este plantel, sabe que tiene que ser profesional y también parecerlo”. Wow.
¿Entonces? No pasó. Ya pasó. A quién le importa si pasó.
Nadie tiene ganas de insistir con una historia tan sórdida y berreta. Es pura lógica: Osvaldo cotiza en divisa fuerte y Jimena Barón, ahora más que nunca, asegura rating y venta. Encantadora parejita hacen.
Nunca subestimen el poder de la negación, muchachos. El crimen puede que no pague, pero el fútbol sí y es un negocio descomunal al que siempre hay que proteger.
Y no me manchen más las pelotas.