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Niño-Amor-Hombre

Sofía, apenas visible en la profunda y agitada oscuridad del espacio, resplandecía pálidamente detrás de una niebla vaporosa; se dirigía hacia mí con los helados que había comprado.

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Niño-Amor-Hombre. | marta toledo

La tarde se deslizaba suavemente, con la delicadeza y el encanto de un vuelo de gaviota. Y con una rapidez similar. Yo tenía la lengua reseca como un pedazo de alfombra, y el aturdimiento entumecía mis piernas. Sofía llevaba puesto una falda de tela escocesa, los zapatos de dos hebillas, una camisa de ositos. Aquella tarde subimos a la montaña rusa, comimos caramelos, pochoclos salados y bailamos en el Samba. Gozaba por primera vez conscientemente de la compañía de una chica. Ese paseo era en verdad un acontecimiento, y no una costumbre como todos los otros. Nunca había reído de esa manera, tan fácilmente, ni con tanto entusiasmo por subir aquí, probar esto otro, o ver qué había más allá. Al atardecer nos sentamos a orillas del lago, y miramos a los bañistas. Había parejas de enamorados en todos lados. Sonreí de manera torpe ante la escena, me volví hacia Sofía para hacerle un comentario, cuando noté que una extraña melancolía suavizaba su rostro. Sentí una rara emoción, casi indefinible; y desvié rápidamente los ojos, en parte porque no deseaba sacar a Sofía de esa actitud meditativa, tan rara en ella; pero, además, porque entendí de pronto que la dedicación que Sofía me mostraba no era todo lo que ella deseaba de la vida. Para mí la vida había comenzado, literalmente, el día que llegamos con mis padres a Villa Carlos Paz. Aquel verano. Las vacaciones en que conocí a Sofía. 

Cerré los ojos y vi en mi interior la cara de ella; la cabeza inclinada, en una actitud paciente y atenta; los brazos delgados y fuertes, el cuerpo flexible, la boca mágica y anhelante. Vi una rápida sucesión de imágenes, tomadas por la cámara de mi sana mente de infante, pero archivadas bajo el rótulo “inactivo” en mi versión trastornada y parcial: las piernas de Sofía recortadas contra la ventana, vistas a través de una nube policromática de seda; Sofía con una blusa color crema; un rayo recto del sol de la mañana se le doblaba en el hombro desnudo y en la suave curva del nacimiento del pecho; Sofía, sin intuir que yo la observaba, se echaba hacia atrás y se apretaba contra el cortinado como si ambos fuesen las hojas doradas de una electroscopio. 

Desperté de los pensamientos y me encontré mirando el lago y a la pequeña galaxia de enamorados. Cada pareja era en sí misma un mundo independiente que flotaba a la ventura en el luminoso atardecer. Y mis pensamientos volvieron a extraviarse. Pero era indiscutible que esa obsesión había sido para mí más importante que el deseo de ser grande.

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Sofía, apenas visible en la profunda y agitada oscuridad del espacio, resplandecía pálidamente detrás de una niebla vaporosa; se dirigía hacia mí con los helados que había comprado.

Pero vamos, todo esto no podía llamarse seducción; solo era una estrecha intimidad de comidas y caminatas (parque de diversiones también, sí) y largos silencios compartidos, sin un roce, sin una palabra de cariño. El amor, aún silencioso y reprimido, exige siempre, tiene hambre. Sofía, que entonces tenía 14, un año más que yo, nada exigía. Sólo… esperaba. Si estaba interesada en mí, su actitud era completamente pasiva; se limitaba a esperar a que yo desenterrara algo. Si andaba detrás de lo que yo había sido y había hecho, ¿por qué no preguntaba y azuzaba, por qué no escudriñaba y espiaba? 

No. Otra cosa la impulsaba hacia mí; y por eso miraba a los enamorados con una tristeza tan contenida. La boca de Sofía, brillante, inmóvil, sedienta. Las manos, su cuerpo, seguramente tan suave como su hombro, tan firme como su brazo, cálido y dócil.