A muchos les llamó la atención ayer el título principal de tapa de PERFIL: “Hacia un país mejor”, que hoy sigue siendo nuestro cintillo de apertura. Los disparadores –el llamado a indagatoria de Boudou & Cía, y el acuerdo con el Club de París– no gatillaron lo que podría interpretarse sólo como una idea voluntariosa o ingenua. Expresa, sobre todo, un posicionamiento de reacción frente al enorme deterioro institucional y ético que venimos sufriendo desde hace tiempo. Mucho antes de que el kirchnerismo lo agravara. Mucho antes de que Clarín se indignara.
Con avances y retrocesos, la Argentina hace décadas que no es un país normal. Y las dos señales recibidas desde la Justicia y la economía abren un respiro para la esperanza. Limitada. Algo es algo.
Pero, aun a riesgo de parecernos a Alfredo Casero en una original publicidad actual, convendría no dejarse llevar por el dulce entusiasmo: Amado Boudou no es un hueso fácil de roer.
Hace apenas dos semanas, ya se había advertido desde este espacio que el vicepresidente no estaba tan solo (http://e.perfil.com/jcboudou). Que Cristina Fernández de Kirchner no mencionara ayer a su segundo y mandara al maltrecho jefe de Gabinete a defenderlo en 6, 7, 8 ratifica ese concepto.
Con su estilo decontracté, Boudou siempre da la sensación de que está todo bien (al respecto, recomiendo la columna de la senadora Norma Morandini en página 11). No hay que dejarse llevar por las apariencias.
Si se repasa el derrotero del caso Ciccone, el vicepresidente se ha llevado puesto todo lo que se le puso enfrente, incluso entre la tropa propia. Para cumplir con el pedido de Néstor Kirchner de encargarse de resolver la situación de la imprenta de billetes, encaminada hacia la quiebra, Boudou copó la Casa de Moneda y empujó a la AFIP a un salvataje poco habitual.
Con el escándalo disparado en los medios, se sacó de encima al fiscal y al juez federal que lo investigaban (Carlos Rívolo y Daniel Rafecas, éste en proceso de ser destituido por el Consejo de la Magistratura) y hasta al propio procurador general, Esteban Righi. Dinamitó ese derrotero con escaso peso político y múltiples enemigos internos. Y todavía faltaba la frutilla del postre: las vergonzosas sesiones del Senado (con él presidiendo) y de Diputados donde se aprobó la estatización de la ex Ciccone, impulsada desde la Casa Rosada.
Así como es el primer vicepresidente en la historia que será indagado como sospechoso, también es el primero que desata un maremagnum en los tres poderes del Estado. Eso no se logra sólo con buena onda o fidelidad al modelo. ¿Podría haberlo hecho sin el respaldo presidencial? Demasiadas versiones intrigantes hay respecto al origen de ese apoyo, varias de ellas afiebradas o acaso influidas por el furor House of Cards.
A esta altura, habrá que ver hasta dónde llega el apoyo de Cristina. Fuentes oficiales ratifican que habrá presión oficial para que se tome una licencia como vice recién si es procesado, lo que parece inexorable si se toman en cuenta los argumentos del juez Ariel Lijo para indagarlo.
Nadie en el Gobierno defiende a Boudou por fuera de la obediencia debida. Todo lo contrario.
Al punto de que el viernes del llamado a indagatoria, desde una importante área oficial se publicitaron reservadamente ciertos fragmentos de la resolución judicial.
El final de Boudou parece marcado. No habría que descartar, sin embargo, que guarde varios cartuchos para resistir. Su estudio de abogados es el preferido de los funcionarios en problemas, con sólidos vínculos –se cuenta– tanto en la Secretaría de Inteligencia como en los entresijos del Poder Judicial.
Y tiene, claro, una carta que todavía tiene peso. Igual, no debería confiarse. La Presidenta insiste en que quiere terminar su mandato tranquila. Ya renovó en un senador radical K la línea sucesoria. Cristina ya ha dado muestras de ese pragmatismo tan peronista.
La incógnita para todos, Boudou incluido, es qué la afectará más: si protegerlo o entregarlo