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No es sexy

Macri heredó los subsidios pro-ricos y elige pagar el costo.

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AJUSTEMOS Mauricio Macri | PABLO TEMES
Hace unos años, en una clase de economía aprendí un concepto básico que está incorporado en nosotros, pero al hacerlo consciente se entiende la reacción del consumidor o usuario en relación con el valor que le da a un bien y un servicio. Recuerdo que ese concepto fue explicado por el profesor de una manera muy explícita. Trajo a la clase una taza para tomar café que valía 12 dólares y se la ofertó a una alumna por seis. Ella dijo que no, que no estaba interesada. Cuando el valor de la taza llegó a dos dólares, recién ahí ella decidió pagar por la taza. Paso siguiente, el profesor intentó volver a comprarla. Le ofreció dos dólares y la alumna no aceptó. Tampoco aceptó seis, y así hasta llegar a 12. Lo que el profesor trataba de demostrar es la diferencia entre la voluntad de pagar y la voluntad de aceptar. La voluntad de pagar es el monto máximo que un individuo está dispuesto a sacrificar para proveerse de un bien/servicio o para evitar algo no deseado. La voluntad de aceptar es el monto mínimo de dinero que una persona está dispuesta a aceptar para abandonar un bien/servicio o tolerar algo negativo. En general, el valor monetario de la voluntad de aceptar es mayor que el de la voluntad de pagar. ¿Por qué? Porque si uno percibe que tiene un beneficio dado, lo vende caro.
En tal sentido podemos pensar lo que está ocurriendo con las tarifas, la gente y el Gobierno. Hablar de tarifas no es sexy, a nadie le interesa, hasta que aparece la actualización de precios y es ahí donde el nervio más sensible (el bolsillo)
acusa el dolor. Durante más de una década, el valor percibido por el gas, la luz, el agua y la telefonía fija se mantuvo bajo. Los precios de otros bienes y servicios (cable, telefonía móvil, etc.) se fueron corrigiendo a la par de la inflación. Los diferentes servicios subsidiados, al ser tan baratos durante muchísimo tiempo, comenzaron a percibirse inconscientemente como un beneficio adquirido.
Mantener tan bajos los precios de los servicios durante tanto tiempo trastocó no sólo la responsabilidad en el consumo de recursos finitos, sino también el valor real que conlleva a que ese servicio pueda llegar su casa. Cuántas veces vemos al portero jugar con la manguera a sacar hojita por hojita en la vereda mientras derrocha litros de agua. Buenos Aires consume seis veces más agua per cápita que cualquier otra ciudad de América Latina. Si se le dice algo al portero por el derroche, seguramente contestará que no importa porque no hay medidor. Pero para potabilizar esa agua se utilizó una gran cantidad de químicos y electricidad, y al portero ni se le ocurre pensar en eso porque el precio es tan irrisorio que los asume como un beneficio dado.
A la hora de cortar subsidios aparece la voluntad de aceptar salirse de ese beneficio. El usuario pierde más que la diferencia monetaria, siente que pierde lo que asume como justo para sí mismo. La política de subsidios en el Area Metropolitana de Buenos Aires de los últimos 12 años fue desastrosa. Un trabajo del Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas) de la Universidad Nacional de La Plata analizó la incidencia distributiva de los servicios públicos en Argentina. En particular, sobre los subsidios a la energía residencial (gas de red, gas envasado y electricidad), al agua y al transporte de pasajeros (colectivo, tren y avión). Utilizaron datos de la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública (ASAP) para el año 2013 y la Encuesta Nacional de Gastos de Hogares (Engho) para los años 2012-2013. Los resultados que obtuvieron indican que la mayoría de los subsidios analizados son pro-ricos (es decir, se concentran en términos absolutos en los deciles de ingresos más altos). El hecho de que la mayoría de los
montos destinados a subsidiar los servicios públicos hayan caído en manos de los sectores más pudientes de la población sugiere una falta de focalización total de las políticas públicas de la administración kirchnerista.
Se suele decir que el Gobierno comunica mal en este tema. Pero tampoco hay mucho que comunicar cuando la gente siente que le quitaron un beneficio. Hace unas semanas, el gobierno de
Macri experimentó el primer cacerolazo en su contra. En gran parte la protesta fue fogoneada por la oposición kirchnerista, que se aprovecha de la coyuntura que legó. El cacerolazo no tuvo la masividad que sí tuvieron las marchas contra el gobierno sobre el final del kirchnerato.
Los principales líderes de opinión (periodistas, comunicadores, etc.) argumentaron al unísono que, a pesar de que no fuera tan masiva, el Gobierno debería escuchar el ruido de las cacerolas. Cosa que hizo inmediatamente el día posterior con un “timbreado” nacional. Puso en funcionamiento a sus militantes, funcionarios y voluntarios a tocar el timbre de los vecinos. Lo que parece una locura, ya que ir el día posterior a una protesta a tocar el timbre es muy riesgoso, no lo fue. En muchas circunscripciones del país los militantes llegaron con una encuesta de tres preguntas, dos sobre sus preocupaciones a nivel municipal y una sobre la percepción de la gestión nacional. Esto permitió abrir no sólo un espacio de catarsis general respecto de las tarifas, sino una comunicación de acercamiento que puede ser limitada a primera vista pero con un potencial multiplicador propulsado por el boca a boca y también por las redes sociales.
Es cierto, el Gobierno tiene que escuchar a la opinión pública. Pero si sólo hace eso, pecará de populismo. Un gobierno, además de escuchar a su gente, tiene que hacer lo que hay que hacer más allá de los humores coyunturales. Muchas veces, el bienestar común (el bienestar del Estado) se produce gestionando políticas públicas que en lo inmediato son impopulares. La eterna dualidad entre la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades. Creo que Macri, por ahora, eligió moverse en esta última opción.

*Politólogo.
Twitter: @martinkunik.