“Sin riesgos, con certeza se consigue
la victoria; es posible conquistar
a un enemigo ya derrotado sin
necesidad de planear el combate.”
Sun Tsú (544-496 aC)
Tres, entre bostezo y bostezo. Se veía venir. Había en el aire una sensación de hastío, de resignación ante lo inevitable, de pudor. Las certezas absolutas suelen provocan menos seguridad que desilusión; intranquilizan, aniquilan al ímpetu más noble. Cuando uno no quiere, dos no pelean, dicen en el boxeo y pasa en el amor, se sabe. No hay erotismo sin misterio, sin la encantadora atracción de lo imprevisible. Estos tiempos de pensamiento único instalan una sensación de angustia, de falta. Es feo eso. Venimos de unas elecciones desangeladas donde se impuso una lógica paradojal, mayorías que son minoría y viceversa. Para colmo esta semana toca ese abuso insensato de la FIFA que insiste con un sistema de eliminatorias infinito, en cámara lenta, pensado sólo para que Argentina y Brasil se clasifiquen caminando, sin problemas. En un torneo corto todo es posible. Bien lo sabemos nosotros, eliminados por un exquisito Perú en 1969, clasificados sobre la hora gracias a una corajeada de Passarella en 1985 y salvados por un vergonzante repechaje con Australia en 1993. Ahora es otra la historia. Un paseíto.
Brasil, Argentina, Alemania, Italia... ¿Por qué los ex campeones no entran directamente al Mundial, si son tan imprescindibles? No suena tan disparatado. ¿Es lógico arriesgar ese bosque de piernas millonarias en estos campos duros y poceados? ¿Es justo pedir ese plus de entrega a chicos como Maxi Rodríguez, por ejemplo, que se perdió media temporada europea por lesionarse mal en un partido de compromiso que ya nadie recuerda? ¿Pensarán en eso a la hora de jugar Messi, Tevez, Agüero o Mascherano? Quién sabe. Los que sin duda lo hacen son los clubes que les pagan millones, los representantes, sus sponsors. OK, seamos honestos, estos partidos no le importan a nadie. Argentina contra Bolivia en el Monumental sonaba a masacre. Salvo el desgano, la desidia, no había enemigo concebible. El partido tenía menos misterio que gabinete cristinista. Daban lo mismo tres goles, seis, medio. No tiene gracia esto, muchachos. No hay derecho.
Si algo me llamó la atención en Madrid, donde viví, fue el escasísimo interés que despertaba en la gente la Selección de España. Huérfanos de títulos, históricamente apichonados frente a alemanes, italianos o sajones, suelen envidiar ese desborde pasional que la albiceleste dispara en jugadores y público. Los españoles afirman, irónicos y divertidos, que su reino es una variopinta amalgama de principados y autonomías unidos por una única bandera... la de El Corte Inglés. Exageran, pero no tanto. Ellos supieron construir un gran país, pero son minuciosos patriotas de sus pueblos. Lo que ahora advierto, aquí –con la obvia excepción del oasis de los mundiales–, es una gélida distancia con el mito del “equipo de todos”. Nos españolizamos, joder, justo en lo que no debíamos.
Es cierto que la personalidad de nuestras stars, más allá de sus talentos, poco ayuda a la identificación masiva. El formateo preadolescente de esta generación Play Station está a años luz del indomable espíritu transgresor de Maradona, la pasión de tipos como Simeone o Ruggeri, la solidez de Valdano. Estos chicos son outsiders de luxe, íconos vacíos, tipitos de compu. Ponen lo suyo, se ilusionan de verdad y eso se nota en sus tiernas sonrisas. Pero la época no ayuda. Viven presos, en torres de cristal. Son inaccesibles, poco enamoradores sin la pelota.
En 1990, Basile no tenía a Maradona en su equipo, suspendido y en guerra con el mundo. Pero ese mal de ausencia terminó beneficiándolo. Armó un grupo con nueva mística, sin líderes excluyentes. De la nada apareció un equipo sólido, ganador, que además jugaba lindo. Ruggeri empujaba, Astrada ordenaba, Leo Rodríguez conducía, Latorre y Batistuta definían. Todo perfecto hasta el 0-5 de la brillante y muy fugaz Colombia de Maturana en el Monumental. Después, llegó Maradona y lo tapó todo. Literalmente.
Hoy Basile es otro. Desconfiado, agresivo, soberbio, encerrado en sí mismo. Perdió la alegría y eso se nota en su equipo, contenido, esquemático en su lirismo. El hombre parece golpeado. Vive esta última chance como la gran revancha que le permitió la vida. Quizá tenga derecho a sentirlo así: su anterior paso por la Selección apuntaba a lo más alto y se cayó por una cadena de papelones indignantes. Basile fue tan víctima como cómplice de toda esa historia y él lo sabe. Por eso actúa así. Divide al mundo en mitades: los que están conmigo y los demás. Una visión apocalíptica, muy maradoniana por cierto. Fatalmente alejado del original, su nuevo 10 es Riquelme, quien contagia todo –por presencia u omisión– con su melancólico touch, exquisito y abismal. Los jóvenes solistas de la orquesta aportan lo suyo en el show, claro, pero saben que hay demasiada gente pendiente de sus piernas de oro. No es fácil.
Por eso, nobles colegas del tablón, para eludir todo posible desconsuelo, les propongo que en lo sucesivo olvidemos diferencias y disfrutemos de lo disfrutable si en la cancha juega Argentina. Vamos. Resucitemos esa inofensiva vanidad nacional; dejémonos ganar por la poética del amor a los colores, ese patriotismo módico que nos ha hecho famosos en el mundo todo.