En Washington, el 23 de febrero de 1861, en la roída estación de trenes de ladrillo rojo, la formación procedente de Baltimore se detuvo a las seis de la mañana. El representante por Illinois –el mismo Estado por el que fue senador Barack Obama–, Elihu Washburne, buscó entre los aletargados viajeros que descendían parsimoniosamente: le costó reconocerlo por la barba brillante e inédita, pero tenía el rostro que todo hombre se gana después de los cuarenta años: la nariz de halcón peregrino, la piel de los pómulos altos tensa como el cuero de un timbal, los ojos drásticos. Era Abraham Lincoln, flanqueado por dos escoltas, el único personal de seguridad en todo el recinto, con sus manoplas de bronce en los bolsillos de los pantalones y sus revólveres Derringer en los del saco. Había adelantado su viaje debido a los rumores de que iba a ser asesinado en Baltimore la tarde de aquel día. Abstemio y frugal, sobrellevaba un refrán de moda por entonces: “Los hombres de pocos vicios tienen pocas virtudes”. Su reciente elección como presidente de los Estados Unidos era un verdadero milagro: un mandato en la Cámara de Representantes doce años antes, una campaña para el Senado perdida dos años atrás, y a continuación la máxima investidura.
Dentro de algunas semanas, evocando la elección de Abraham Lincoln, el presidente electo Barack Obama viajará a Washington también por tren. Todos los acontecimientos relacionados con la asunción presidencial han sido catalogados por el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, United States Department of Homeland Security) como un evento de seguridad nacional especial (NSSE, National Special Security Event), lo que asigna recursos virtualmente ilimitados a las tareas de neutralizar toda potencial amenaza. Por procedimiento, el periplo involucrará masivas operaciones para “frizar” sectores, inspeccionar personas y plantar puestos de guardia a lo largo de las vías férreas, puentes, túneles y todo aquel lugar apto para favorecer un probable ataque.
Lincoln, Washburne y los dos custodios se subieron a un coche tirado por caballos. El presidente aferraba con firmeza el bolso donde estaba el original de su discurso inaugural, y los enormes nudillos de sus manos parecían pálidos peñascos en el frío del invierno. Luego de cruzar el Capitolio, al que le habían retirado el domo, tomaron por Pennsylvania hasta llegar al hotel Willard, que le serviría de residencia.
Obama estuvo cuidado por agentes del Servicio Secreto de los Estados Unidos (USSS, United States Secret Service) desde el comienzo mismo de la campaña, y es resguardado exactamente de la misma manera que si fuera el Presidente en funciones. El 17 de enero de 2009 asistirá a un evento en Filadelfia. Luego, subirá al tren a Joe Biden, su vicepresidente electo, en Wilgminton, Delaware, y tras dejar atrás Baltimore descenderán en la estación Union de Washington, que corrigió los menesterosos ladrillos rojos de 1861 con ciento veinte tiendas, siete restaurantes, nueve salas cinematográficas y un flujo de veinticinco millones de visitantes anuales.
Tradicionalmente, las actividades del 20 de enero comienzan con un oficio religioso. Ambos Bush, y Ronald Reagan, asistieron al que brinda la Iglesia Episcopal de San Juan, cerca de la Casa Blanca. Bill Clinton eligió la Iglesia Metropolitana Metodista Episcopal Africana las mañanas de sus dos investiduras. Cuando Lincoln se acercaba a la suya, la Mansión Ejecutiva (conocida como la Casa del Presidente o sencillamente la Casa Blanca) estaba más o menos resguardada por un guardia en la puerta, y un ujier irlandés conducía a los visitantes hasta el presidente James Buchanan entre cortinas de damasco rojo hechas jirones y cristales cubiertos de polvo. Buchanan, soltero incorregible, se sentía orgulloso de un establo que había echo erigir con ladrillos, destinado a durar más que el tiempo. “Su único trabajo en cuatro años”, según se cotilleaba en Washington, además de dejar el país sobre el borde de una guerra de secesión.
Después del templo, las actividades se disparan: presidente y vice entrarán en el Capitolio, un modelo del neoclasicismo arquitectónico estadounidense con su gran cúpula central, para la ceremonia de la investidura, y luego de que se le tome juramento, el primer presidente afroamericano de los Estados Unidos pronunciará el discurso de asunción, que con seguridad no transportará en un tosco portafolio de cuero en original sin copia sino que esperará almacenado en las decenas de pen drives de sus colaboradores. Luego de la recepción en el Pabellón de las Estatuas del Capitolio (también llamado la Vieja Galería de la Casa), encaminará sus pasos al desfile de la avenida Pennsylvania, para culminar visitando diversos lugares de celebración hasta pasada la medianoche. La elegante avenida, apodada “la calle principal de Norteamérica”, se parece poco a la calle cubierta de cantos rodados, barro y hielo sobre la que rebotaba el coche que transportó a Lincoln hasta su hotel en 1861, flanqueada por barracones, bares y tiendas.
Obama y la multitud no van a estar solos, valga la redundancia. Además de la protección del Servicio Secreto, la Policía del Capitolio, la del Parque –la más vieja agencia federal uniformada para el cumplimiento de la ley de los Estados Unidos– y la Metropolitana de Washington, otros miembros de diferentes agencias colaborarán con la tarea de ofrecer seguridad, incluso a los denominados soft targets. (objetivos secundarios) como pueden serlo las multitudes que se agolpen para participar de los festejos. Recuerdan los analistas Fred Burton y Scott Stewart que en 1989 el desfile inaugural fue demorado porque un equipo antifrancotiradores local había detectado un hombre armado en el hotel Willard, que resultó ser un efectivo de un gobierno extranjero cumpliendo con sus propias tareas de protección. Agua y sangre corrieron desde entonces por debajo de los puentes. Más de cien años antes, en el mismo hotel, que era el centro de la vida política y social de Washington, Lincoln comía sus manzanas habituales mientras su amigo Elihu Washburne desayunaba con los primeros sábalos del Potomac de aquel año.
Gore Vidal, el brillante ensayista norteamericano, ubica por entonces el siguiente diálogo, protagonizado por unos jóvenes allegados a Lincoln. A: “Sé que piensan en mi padre como embajador en Inglaterra. Personalmente, preferiría que se quedara aquí”. B: “¿Y que se pierda Londres?”. A: “Yo preferiría perderme Londres y no a Lincoln”. B: “¿Por qué?”. A: “Pues, si él fracasa ya no habrá un país”. B: “No creo que fracase”. A: “En ese caso, si tiene éxito, la cosa será todavía más interesante”. B: “¿Por qué? Será exactamente como era antes”. A: “No. No puede ser”. B: “¿Y cómo será?”. A: “Nadie lo sabe. Eso es lo divertido”.
Pueden transcurrir los años y cambiar los hechos. Pero algunas palabras sobreviven al curso de los siglos.
*Ex canciller.