COLUMNISTAS

No hemos aprendido nada

Leo bastante a menudo en los diarios y las revistas artículos sobre hallazgos arqueológicos. Veo las fotos: cráneos, vasijas, huesos varios, pedazos de metal, pero sobre todo armas. Son guerreros. O cazadores. Hay lanzas, hojas de cuchillas, flechas, trozos de escudos de cuero o metal. A veces, poquísimas veces, enseres domésticos. Y me pregunto ¿cómo sería esa gente? ¿Qué querían? ¿Qué soñaban? ¿Qué los desasosegaba? ¿Qué los hacía felices? ¿Qué sintieron cuando despertaron al mundo, a este mundo? Perdonen: ¿este mundo?

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Leo bastante a menudo en los diarios y las revistas artículos sobre hallazgos arqueológicos. Veo las fotos: cráneos, vasijas, huesos varios, pedazos de metal, pero sobre todo armas. Son guerreros. O cazadores. Hay lanzas, hojas de cuchillas, flechas, trozos de escudos de cuero o metal. A veces, poquísimas veces, enseres domésticos. Y me pregunto ¿cómo sería esa gente? ¿Qué querían? ¿Qué soñaban? ¿Qué los desasosegaba? ¿Qué los hacía felices? ¿Qué sintieron cuando despertaron al mundo, a este mundo? Perdonen: ¿este mundo? Y, sí. El hecho de que hoy haya ascensores, computadoras, automóviles, iPod, aviones, relojes a cuarzo, teléfonos móviles, microscopios y así, no nos hace, parece, tan distintos de los que los arqueólogos desentierran hoy bajo la arena o la rocas. Hacían lo mismo que nosotros, comían, dormían, sufrían, hacían el amor, se asombraban, morían. Cazaban, mataban, guerreaban. Se lanzaban unos contra los otros para tener un poco más de territorio o porque el dios de los otros se llamaba de otra manera, distinta de la del de ellos. Los poderosos despojaban a los que tenían menos que ellos. Los jefes espirituales, los caciques de las bandas, los más fuertes de cada tribu o clan o grupo o lo que fuera, eran más aves de rapiña que protectores de los suyos: eran rufianes que se alimentaban del poder que habían ganado matando, incendiando, destruyendo, torturando porque habían descendido hasta ya no saber hacer otra cosa y porque estando en donde estaban tenían poderes y privilegios inimaginables: oro, por ejemplo, mucho oro; las mejores plumas para adornarse, las chozas o las cuevas más espaciosas y mejor ubicadas; el servilismo y la adulación de aquéllos a quienes favorecían con dádivas; esclavos y esclavas para saborear a su gusto tanto lujuria como gula como soberbia como cualquier otro pecado de los muchos que milenios después descubrieran las iglesias que en el mundo han sido y aun son. Los viejos, los chicos, las mujeres, los desvalidos, los que nada tenían eran explotados, tratados más como cosas que como personas, segados como trigo maduro, como mala hierba, mejor. Las agrupaciones más fuertes, las tribus más vigorosas sólo querían ser cada día más poderosas y para eso se lanzaban a conquistar a quienes se pusieran a su alcance, los hubieran amenazado o no, a torturar y destruir y adquirir esclavos y desmembrar familias y matar a inocentes y desparramar sufrimiento y lágrimas y enfermedad y degüello en los grupos invadidos. No importaba que se quemaran bosques, se contaminara el agua, se extinguieran especies de animales silvestres, se resecara la tierra, se inundaran los enclaves habitados, se muriera el ganado, se pudrieran las cosechas y chicos y viejos y débiles se ahogaran y se inundaran las cavernas y se cayeran las tiendas y las cabañas, con tal de que los poderosos y los guerreros tuvieran cada vez más oro y cada vez más prerrogativas. Morir no era difícil, al contrario: un halo de muerte lo rodeaba todo. Plantas venenosas, animales depredadores, guerras, enemigos ocultos o no tanto, la muerte envolvía a cada ser que habitaba el mundo, a cada tribu, a cada chico que lograba nacer. La vida no terminaba en paz: los hombres y las mujeres daban ese último paso en medio de una terrible agonía después de haber pasado mil veces por el miedo y el dolor. El mundo era un lugar horrible en el que aquellos que hoy vuelven a la luz bajo los cuidados y los sofisticados instrumentos de los arqueólogos se preguntarían tal vez por qué había que vivir rodeados de tanto dolor y terror, de tanta desesperación y desencanto.
Es cierto o quiero creer que es cierto: dicen los que saben (yo mucho no sé, pero algo he llegado a averiguar a fuerza de leer y de mirar a mi alrededor) que hubo una época de oro para la humanidad, allá por el paleolítico cuando el mundo estaba habitado por un puñado de mujeres y de hombres que tenían al alcance de sus manos todo el territorio, toda la comida, toda el agua, todo el refugio que necesitaban para seguir viviendo. Allá cuando, según parece, el Neanderhtal y el Sapiens convivían en paz o en una paz relativa. Ojalá haya sido cierto. Lo único que se me alcanza que es verdad es que no hemos aprendido nada. Tuvimos las maravillas de la ciencia y el arte; tuvimos a Shakespeare y a Cervantes y a Bach y a Einstein y a Picasso y a Juan XXIII y a Borges y a Rita Levi y a Sor Juana, y aquí estamos, rodeados de muerte por bombas o tortura, de destrucción, de desencanto, de un mundo que fue verde y oro y que cada vez es más gris y negro en el cual día a día se percibe más claramente eso: que no hemos aprendido nada.