Hacia la mitad de La próxima estación, un ex ferroviario rompe a llorar desconsoladamente frente a la cámara. Es un momento duro, un poco violento para el espectador, y la escena plantea un problema cinematográfico. ¿Es necesario utilizar el dolor del personaje para reforzar el sentido de la película o para hacerla más tocante? El tema tiene un antecedente relativamente famoso. En Shoah, la obra monumental de Claude Lanzmann, el director entrevista a un peluquero que se ocupaba en Auschwitz de quemar los cadáveres de sus compañeros gaseados. El hombre, asaltado repentinamente por el llanto, se niega a seguir hablando, pero Lanzmann lo convence de que su testimonio es imprescindible para la memoria histórica y lo fuerza a continuar.
En el caso del ingeniero Adrián Silva –así se llama el hombre que llora en el film de Pino Solanas–, lo que le queda por narrar es irrelevante. Su medular intervención, aun sin las lágrimas, es importante para entender el proceso de destrucción de la red ferroviaria que se inicia con la Revolución Libertadora, continúa hasta los Kirchner y tiene su momento más brutal en las privatizaciones del menemismo con el cierre masivo de ramales e instalaciones. Pero, ¿por qué decidió Solanas dejar la escena del llanto en el montaje final?
La próxima estación ha tenido una recepción excelente, tanto del público como de la crítica. Los periodistas la recomiendan con fervor militante. Reynaldo Sietecase declaró que verla era un deber cívico y en el programa de Grondona (algo así como la antítesis ideológica de Pino) se la consideró “rigurosa y poética”. El Gobierno hizo lo suyo para publicitarla cuando el ministro de Justicia, sin aportar ninguna prueba, involucró a Solanas en las bataholas del día del estreno en el Oeste. La barbaridad de Aníbal Fernández fue tan flagrante que otro funcionario, Horacio González, casi le pidió disculpas al director por ser víctima del “encrespado oleaje de la política nacional” (el estilo González es inimitable). En un país dividido e indiferente, la película parece haberse transformado en una causa colectiva.
Puede haber algo de expiación en este repentino éxito, como si los argentinos descubrieran que el desastre que tuvo su epicentro en el desplazamiento forzado de un millón de personas, que despobló cientos de localidades y permitió el saqueo de vías, locomotoras y estaciones pasó demasiado inadvertido y la devastación se llevó a cabo sin que se le prestara la atención debida. Muchas cosas se mueven en ese arrepentimiento, en esa emoción generalizada que ha provocado la película y que Solanas, más sentimental y enfático que nunca, se dedica a incentivar con los métodos de Michael Moore, el cineasta americano que utiliza su propia presencia en cámara para trabajar como oído de los débiles y provocador de los poderosos.
Pero hay algo extraño en La próxima estación. Por un lado, el relato fuerza una nota optimista con un final en el que se acumulan un poema naif, una obra de teatro y una sucesión de planos cargados de voluntarismo. Pero, por el otro, las imágenes exhiben una desolación absoluta: vías muertas, locomotoras arrumbadas, trabajadores empobrecidos, pasajeros humillados, despachos oficiales sordos y ciegos. El país injusto, corrupto y miserable que muestra la película no parece capaz de reconstruir sus ferrocarriles ni de poder emprender ninguna otra tarea importante. En particular, esa impresión de falta de recursos se extiende también al cine: es como si el correlato estético de esa Argentina apaleada fuese una cinematografía que debe conformarse con lo poco que tiene a su disposición para atraer al público: el subrayado, la explicación esquemática, el montaje abigarrado, la puesta en relieve de las emociones más primarias. En ese contexto, es absolutamente lógico que terminemos viendo cómo Adrián Silva llora en pantalla. En el fondo, llora también por un cine perdido.