Esta es la hipótesis de trabajo: vemos poco, o casi nada, de lo que sucede a nuestro alrededor y, en consecuencia, lo más importante resulta invisible. La Ciudad de Buenos Aires, cabeza política y económica del país, es, por ejemplo, un mosaico infinito de urdimbre misteriosa, donde acontecen hechos que el poder político no detecta, pero que, más grave, grandes medios periodísticos apenas registran, o directamente ignoran.
Un escenario restringido, una agenda chica y una preselección negligente dejan afuera del cuadro innumerables dramas e infinitos conflictos que acaban siendo opacos al ojo público. Invisibles, estos hechos patentizan profecías que se cumplen por el solo hecho de ser anunciadas.
Es que la Ciudad se ha hecho cada vez más oculta y engañosa. Muros, rejas, tapias, simulacros, concretaron un colosal trompe l’oeil, expresión francesa que significa “engañar al ojo”. En decoración o construcción de edificios, por ejemplo, hay murales trompe l’oeil que son pinturas producidas sobre una pared, un techo o un piso, y tienen la mágica virtud de exhibir apenas una apariencia de realidad, pero sólo eso, un espejismo.
Se trata de artilugios difíciles de producir y que requieren talento y experiencia pero, una vez concluidos, esos engaña-ojos salpican de magia y fascinación la azotada y maltratada Buenos Aires.
El engaña-ojos consagra la ciudad invisible, urbe decorada y “producida” que tapa con maquillaje superficies rugosas y desgraciadas que quedan enterradas. No es sólo mala fe deliberada. La preselección embellecedora o negadora opera de modo inconsciente en los medios, a menudo agarrotados por pereza de salir a la calle.
Lo vivido en estos años ha conseguido, además, naturalizar lo extraordinario y convertir el disparate en rutina gris que no sorprende. Los programas de radio ya no difunden los datos meteorológicos, junto con el índice del riesgo país; ahora prefieren enumerar, tras la temperatura y la humedad, el cronograma de cortes y bloqueos de calles, plazas y avenidas, según los diferentes tipos de movilizaciones, escraches y marchas que estallan todos los días en el damero urbano.
Ese bloqueo arterial no es percibido como irregular por quienes ejercen el poder, pero resulta mucho más grave que ahora tampoco resulte visible para los editores de los medios, atornillados desde temprano en las redacciones y cuyo principal contacto con la realidad ya no es con sus propios ojos sino con la TV, encendida día y noche, y que, normalmente, vuelca una rutina incesante de ruidos, sensaciones emocionales y miradas sesgadas. Hablan, desganadamente, de caos y colapso, y luego se van a otro tema, como si vivir en cautiverio fuese la norma.
En el poder político, el contacto con lo cotidiano de la calle es casi inviable. Mandatarios y funcionarios no trasiegan a fondo la Ciudad, apenas si la sobrevuelan en tramos cortos y habitualmente circunscriptos a zonas suntuosas y seguras.
Desde mayo de 2003, quienes conducen la Argentina van y vienen del interior en veloces escapadas que sólo alcanzan para hacer un anuncio y retornar enseguida al cómodo hábitat del poder. Llegan a los aeropuertos provinciales y entran a las ciudades en helicóptero. Jamás duermen en esas localidades de tierra adentro, privilegio que sólo deparan a ciudades como Nueva York, merecedora de largas estadías anuales.
En Buenos Aires la mirada oficial y también la periodística dejan afuera la Ciudad pobre, que termina ocultada, aunque se pretenda comprenderla a través de mecanismos intelectuales.
Sin embargo, esa pobreza social asume rasgos andrajosos y emerge con insolente crudeza en lamparones imposibles de ignorar, por ejemplo en Constitución, en Congreso, en Once, sitios que ni pisan los poderosos de la política y, lamentablemente, tampoco exploran a fondo los medios periodísticos.
De la Ciudad, empero, emana un temor colectivo, difuso pero ostensible. Se lo ve en los ojos de las personas. Es un espasmo de miedo, entrelazado con malhumor más o menos sistémico, desasosiego esencial no registrado por los dueños de la agenda política.
Desde el poder, se nos insta a que aumentemos nuestra autoestima como argentinos, sugerencia válida, que sería creíble si quienes la formulan supieran en qué océano de verdaderas indigencia e indignidad a menudo navegamos como sociedad.
Resultado de esa distancia formidable entre ingenuo optimismo de autoayuda y las condiciones tangibles de la penuria a la vista, muchos porteños son cínicos seriales que a veces estallan en agresivo sarcasmo.
Aun cuando los esfuerzos de puesta en valor de bienes y espacios de la Ciudad son evidentes y se han venido ejecutando de maneras diversas y con variadas velocidades, la sensación persistente de abandono dramatiza una verdad penosa. La Ciudad renueva y recompone mucho, es cierto, pero, por acción y omisión, es incapaz de preservar y mantener lo que pone a nuevo.
Todo verdor perece aquí enseguida aniquilando el resultado de costosos operativos. Ese abandono es un fenómeno de pobreza cultural desesperante: no importa qué eficaz sea un jefe de Gobierno, si la sociedad repudia en los hechos el mejoramiento de su existencia como comunidad.
La pobreza, innegable e hiriente, es obviamente sufrida, antes y más que nadie, por los pobres, pero el vandalismo, la destrucción caprichosa e imprevisible de los bienes de todos es convalidado por poderes políticos, que ven en las conductas antisociales meras consecuencias penosas de la marginalidad, a la que –a su vez– consideran exclusivamente producida por la superexplotación y la desigualdad de ingresos.
Otra vez la invisibilidad: sin una política deliberada que les permita tener contacto físico con la decadencia del contexto, los gestores del poder no tienen manera de darse cuenta. Son víctimas del proverbial apunamiento de las moquettes. Como pisan alfombrados donde los tacos aguja no repiquetean y andan en helicóptero, no pueden metabolizar la experiencia de ese deterioro en acto.
Ayuda (y mucho) a que lo evidente se haya hecho invisible el carácter ruidoso y caótico de la Capital Federal, loquero urbano donde la anomia legal se da la mano con una desobediencia e indocilidad fenomenales. Las conductas ilegales o directamente antilegales son asumidas como males menores por una población con fuertes dosis de hipocresía para lubricar su enemistad con el orden constituido.
Peor todavía, un populismo ramplón y reaccionario equipa la ignorancia de las normas con conductas transgresoras supuestamente progresistas, pese a que encarnan los aspectos más rancios de un anarquismo retardatario. No ver es no querer ver. Es una decisión política, y en ella convergen gobernantes y habitantes del mundo de los medios.