Existen, evidentemente, muchas formas de proferir una amenaza. Una de ellas, acaso la más retorcida, consiste en declararse amenazado. Con el propio acto de decir que algún otro amenaza, amenazarlo.
Es cierto que esto se asemeja al viejo truco de decirse agredido para poder justificar así una futura agresión como respuesta; pero en rigor de verdad no es lo mismo. En esto otro no hay sucesividad, todo ocurre en un solo momento; aquí las palabras no denuncian ni anticipan actos: son actos. Quien se dice amenazado lo hace para volverse, de esa manera, amenazante. Una variante que más bien resulta, desde un punto de vista discursivo, performativa; desde un punto de vista retórico, un quiasmo; desde el punto de vista psicológico, una perversión.
Sabemos lo bien que el recurso les sienta a los Estados Unidos: son expertos en la materia. En las condiciones imperantes durante la Guerra Fría, el asunto se resolvía como intercambio, porque los soviéticos querían ser también una potencia, inspirar miedo, amedrentar, lucir como amenaza. Pero en el mundo dispar de hoy en día, ser señalado como una amenaza no supone otra cosa que recibir una amenaza, anuncio de una pronta y segura aniquilación. Ante lo cual, según parece, un solo recurso queda: probarse insignificante, nimio, mustio, endeble, escuálido, poca cosa; demostrar la propia inoperancia, demostrar la propia impotencia.
Un cambio de importancia para las retóricas nacionales, habitualmente arrogantes y ampulosas, que tal vez hasta las beneficie.