La primera imagen que se me cruzó fue ella, tan chiquita, con cincuenta centímetros y días de vida. Con una máscara en la nariz para respirar mejor, tras el nacimiento en un parto complicado que me llevó a una cesárea de urgencia. Días después, el neonatólogo la puso en mis brazos y me dijo: “Nunca te olvides de que es sana. No tiene nada”.
Veinticinco años después, esa imagen volvió y se me instaló en el alma. ¿No será que aquel médico me mintió? ¿No le habrá dejado ese nacimiento algún tipo de vulnerabilidad que hoy reaparece ante la presencia de este virus inmundo?
Mi hija me había llamado por teléfono el martes a la noche. Acaba de volver de un viaje a Europa: “Mamá, llamé al 107. Tengo síntomas desde temprano, pero no te preocupes, por favor, estoy bien. Me van a venir a buscar del SAME”.
¿Cómo? ¿Esto no le pasa a la gente que aparece en el noticiero como un número más? ¿Cómo es que nos pasa a nosotras? Ella no es un número, es mi hija. ¿Estará entre el número de infectados que darán en las noticias? ¿No era que el diario de hoy no habla de vos ni de mí? La cabeza no para de acumular preguntas inútiles.
“Tengo síntomas: tos y fiebre, pero estoy bien. No te preocupes”. Ella me tranquiliza a mí. ¿No debería ser al revés? El mundo se desploma. ¿Cómo la van a llevar en una ambulancia del SAME sin que yo pueda ir? ¿Cómo voy a hacer para que mi corazón siga latiendo en este tiempo que no pasa más?
Mientras esperé las 14 horas que tardó el SAME para buscarla en su casa y llevarla a la clínica, prendí una vela blanca y repetí millones de veces: “¡Que esté bien!”. Recé también a un dios que había olvidado hace un tiempo. Y tuve que buscar el padrenuestro en internet porque no recordaba cómo pronunciarlo. Me enojé mucho conmigo por ser tan poco creyente y acepté resignada la soledad y la impotencia de una atea caprichosa.
Esos tres días que duró todo, hasta que ella recibió sus dos resultados de tests que dieron negativos y supimos que no tenía coronavirus, fui un fantasma deambulando por la casa. Casi sin dormir, como una autómata. Mi única actividad era llamarla, mantenerla animada. Yo la tranquilizaba a ella y ella a mí. Por la mañana le preguntaba por el desayuno, coordinaba envíos de termos con té de jengibre para la tos, perfumes para mejorar el ambiente despoblado del consultorio que la albergó en esos días, su morada de aislamiento, y el resto del día solo padecía por no poder correr a abrazarla. Hasta fantaseé con irme a la clínica y quedarme en la sala de espera, para estar más cerca.
Y es hasta hoy que no pude verla. Lo peor que tiene este virus es que nos obliga a mantenernos aislados, cada cual en su casa, solos y teniéndonos miedo entre humanos.
La cuarentena continúa para todos. En el caso de mi hija, aunque cumplió el aislamiento por su viaje, no puede volver a salir a la calle por otros 14 días. Estuvo en una clínica y compartió espacio con otros que no llegó a ver, pero que también debieron pasar por el test. ¿Cuántos de ellos estaban infectados y cuántos no? Más miedo y peligro que la acecha.
No pude acunarla ni cubrirla de caricias, como cualquier mamá necesita hacer con una hija que sufre. El abrazo, la manera de sanar que conocemos. El beso y el abrazo, la mano tendida, la caricia, todo lo que nos es vedado en estos días, donde el cuerpo del otro parece ser el peor riesgo que corremos.
Por ahora, en nuestro caso, sé que ella está bien. Sigue siendo, ahora por videoconferencia, el sol de la familia. Ya nuevamente se queja de que las frutas y las verduras aumentaron el precio y que se le rompió la ducha. Yo le digo que no es nada, la conformo. Es la única caricia que puedo hacerle, caricias con palabras, corazones por WhatsApp, videoconferencias para cocinar juntas o hacer ejercicios de respiración a la noche.
*Periodista y escritora.