“Hoy, en todos los congresos, la idea de la muerte del diario, al que se le extendió certificado de defunción hace no menos de veinte años, ha cambiado. Hoy, de lo que se habla es de que habrá diarios boutique, diarios para pequeñas elites”, se esperanza Claudio Escribano, el histórico periodista, en Escribano. 60 años de periodismo y poder en La Nación, nuevo libro de Encarnación Ezcurra y Hugo Caligaris. La nostalgia del papel que muchos trabajadores de prensa comparten no tiene tanto que ver con el fetichismo del olor a tinta como con el rechazo a un flujo de información que podría tildarse de deshumanizado, en un sentido más literal que metafórico. Es que la digitalización de las noticas llevó a un feedback permanente con usuarios que, en conjunto, conforman una suerte de errático editor virtual.
Azcurra y Caligaris describen las mutaciones de la redacción de La Nación a lo largo de los años, en una muestra precisa de la transición sufrida por el periodismo gráfico. Cuando el diario estaba en la calle Florida, los transeúntes podían ver desde afuera a los secretarios de redacción, elevados en sus puestos por sobre el resto del personal. Ya en las históricas instalaciones de Bouchard, la era Escribano trascurre con él siempre a tiro de los redactores, leyendo todo el material que va a publicarse, organizando perentorias reuniones que estimulan el temor y la paranoia. Hoy, en la redacción de Vicente López, no es posible distinguir rangos humanos: en el espacio que otrora ocupaban los jefes hay pantallas que consignan las reacciones de los lectores.
Con un ojo en las repercusiones inmediatas de cada noticia publicada y otro en el monitor de la computadora en la que se escribirá la siguiente, columnistas y cronistas tipean a sabiendas de la escasa trascendencia que sus opiniones tienen en la cámara de eco construida a partir de las consideraciones de comentaristas. “La opinión perdió su antigua jerarquía”, dice en este sentido el libro de Azcurra y Caligaris e ilustra con varios episodios protagonizados por el New York Times, cuyo principal accionista, Arthur G. Sulzberger, instó en 2019 a los gigantes tecnológicos Facebook, Twitter, Google y Apple a hacerse cargo de su condición de gestores de noticias: “A menudo han ignorado las fake news y han permitido la eliminación del periodismo auténtico, pero en vista de que incursionan cada vez más en la creación, la distribución y los encargos periodísticos, tienen la responsabilidad de defender el periodismo”.
Pocos días después, sin embargo, tras titular “Trump llama a la unidad contra el racismo” y ser inmediatamente acusado de fascista, el diario corrigió a “Trump critica el odio, pero no las armas”, en alusión a la atávica facilidad que los norteamericanos tienen para comprarlas, que nada tenía que ver con la noticia en cuestión, pero que sirvió para frenar la fuga de suscriptores demócratas.
Más tarde, despidió a James Bennet, editor de la sección de Opinión, por pretender dar voz a un senador republicano que justificaba la represión sobre manifestantes del Black Lives Matter. Sobre este tema opinó Escribano: “Renovamos nuestra creencia en que la línea de un diario de tradiciones históricas mal puede rendirse a la presión de una turba”. En sus consideraciones, que también incluyen inverosímiles como “las operaciones no existen, son cosas de conspiranoicos”, Escribano deja el sabor agrio de saber que algo murió, al tiempo que confirma los inevitables grados de abyección que parecen constitutivos del periodismo, más allá del papel o el clickbait, de presentarse como de izquierda o derecha, de fingirse independiente o blanquearse como subordinado y que John Swinton denunciaba en su célebre discurso de despedida del New York Sun, a fines del siglo XIX: “El trabajo de periodista consiste en destruir la verdad, en mentir sin reservas, en pervertir los hechos, en adular a los pies de Mammón y en malvender los intereses de su país y su comunidad para ganarse su pan cotidiano, o lo que viene a ser lo mismo, su salario. Somos las marionetas y los vasallos de hombres ricos que se esconden en bambalinas. Ellos tiran de los piolines y nosotros bailamos”.