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Nostradamus para millones (1)

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De jovencito trabajé en una revista dedicada al rubro del escándalo y el periodismo ficción. Eventualmente cubría algún acontecimiento, pero por lo general, la inclinación empresaria por el abaratamiento de costos –es más económico tipear que salir a la calle– inclinaba a sus redactores y a sus jefes a la combinación de hechos realmente ocurridos (y que se levantaban de otros medios) con aquellos que proporcionaba la imaginación. Todo bajo la conocida divisa: “Nunca dejes que la verdad te arruine una buena nota”, cita citable de un siniestro periodista prestigioso. Como yo era el recién llegado, el último orejón del tarro, tardé un par de meses en ubicarme y en detectar mi zona de mayor interés: los horóscopos. Me fascinaba la idea de diseñar azares incomprobables pero posibles para un número impreciso de crédulos, convertirme en una especie de potestad que dispensa premios, alertas y castigos. Desde luego, propendía a deparar beneficios y esperanzas, ya que el optimismo del lector también podría producir sus efectos, o al menos aligerarle los dolores del presente con promesas de dichas futura. Creer en la existencia de un Dios que vigila cada uno de nuestros pasos y al que hay que agradecerle hasta cuando una pelota entra en el arco (pero nunca reprocharle cuando no) es tan absurdo como pensar que el movimiento de las estrellas y su configuración puntual en algún momento del tiempo-espacio determina el destino de nuestras vidas. Pero el puesto estaba cubierto: era el ámbito de entretenimiento de la secretaria de redacción.