La serie sobre Monzón funciona, entre otras cosas, como un catálogo posible de distintas violencias sociales: la valorada y la deleznable; la legal y la ilegal; la espectacular y la doméstica; la de la soberanía individual y la del Estado; la judicial y la de la prensa. Todo eso está, y se despliega: hay un femicidio, hay un suicidio, hay boxeo; hay maltratos cotidianos, hay abusos carcelarios, hay aprietes políticos, hay matufias judiciales, hay maniobras de los medios. Un asesino: Carlos Monzón. Y una víctima: Alicia Muniz. Explorados en la trama siempre compleja de los vínculos y sus retorcimientos, examinados en la composición explosiva de la agresión que transcurre consabida, hasta llegar a convertirse en tragedia mayor.
Entre todas esas violencias, hay una que consta también, aunque en un lugar lateral, aminorada en la tan resonante historia: es la violencia que se ejerce contra un niño, contra el hijo de Monzón y Muniz. Su abuela materna, actuada por Soledad Silveyra, lo priva de su derecho al contacto con su padre. Podría tratarse, claro está, de preservarlo, de protegerlo, lo que sería por demás razonable: apartarlo de ese hombre que, siendo su padre, es también el asesino de su madre (de hecho, la ley ha sido recientemente reformada en este sentido). Pero no se trata de eso, o no es así como la serie presenta el caso: no se trata de proteger al niño, sino de utilizarlo para hacer daño a Monzón. El personaje de Silveyra lo dice expresamente: “Voy a pegarle donde más le duele”. Y en efecto, es donde más le duele, ya que la serie nos da a ver a Monzón, no solamente como un padre desesperado por volver a ver a su hijo, sino como un hombre cuya aspereza general encuentra una excepción de ternura en el trato con los chicos (es clave la escena en la cárcel con el hijo de la abogada defensora).
Esa abuela no piensa en su nieto: piensa en vengarse y en mortificar a Monzón. Hacerle un mal a Monzón, es eso lo que la impulsa; y no hacerle un bien al niño. Al niño meramente lo utiliza, lo convierte en instrumento de su venganza personal. Lo usan, lo reducen a un simple objeto que sirve para lastimar. La serie sobre Monzón muestra también esa violencia. La violencia no pocas veces practicada contra los niños, cuando los adultos los ponen en el medio de sus conflictos y sus hostilidades. Esa violencia se verifica por fuera de casos tan extremos como el de Monzón y Muniz. En circunstancias en las que no hay crimen y cárcel, sino rencores y enquistamientos más ordinarios, esa violencia existe también. Y cae sobre los que menos recursos tienen en el contexto de la domesticidad familiar.
La vulneración de esos derechos no es estadísticamente mayoritaria, pero ¿no sería una aberración considerar que solamente los derechos estadísticamente mayoritarios merecen ser defendidos y preservados? ¿No va en contra de la concepción misma de los derechos sostener la premisa de que van a considerarse tan solo los casos de mayor volumen estadístico? ¿Y que los restantes vulnerados, si son minoría, tendrán que jorobarse? Es un hecho también que existen malandras que se aprovechan de estos casos para incumplir con sus obligaciones de sustento familiar. Pero ¿no sería una aberración consentir que una violación de derechos se produzca tan solo para no proveer a los malandras de coartadas para su mal proceder? ¿No es posible dar con la manera de que esos canallas no se aprovechen, sin hacernos cómplices del daño infligido a esos niños a los que los adultos convierten en rehenes de litigios familiares?
Esa violencia, la que se descarga en los niños, es de las más invisibilizadas socialmente. Y la vulneración de sus derechos, como toda vulneración de derechos, no debería admitirse bajo ninguna circunstancia, mediante ninguna justificación. Que hay violencias más feroces, de consecuencias inmediatas más terribles, es por demás evidente, y la serie sobre Monzón lo expone más que bien. Pero, ¿a quién le sirve un ranking de violencias y de víctimas, un orden de llegada para los derechos que van a atenderse antes o van a dejarse para después?