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Novela

Mientras lo escribía me acordé de que algo que después estaría en la novela lo había visto en un hotel de Concordia en 2010.

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Novela. | Marta Toledo

En unas semanas sale mi novela. A la primera escena: unos hombres pescando en el río Paraná, la escuché en un asado lejanísimo. Recuerdo quién la contó, Julito, un misionero amigo de Grillo, pero no en la casa de quién estábamos. En este tipo de reuniones siempre me gusta estar cerca de los varones que siempre es estar cerca del fuego, del olor a la carne cociéndose. Lejos de poner la mesa y hacer las ensaladas. El nombre de uno de los protagonistas, Enero, lo oí en otro asado, un invierno helado en un campo de la provincia de Buenos Aires, un cordero a la estaca en lo del puestero del campo, una carne crujiente que comimos sin platos, arriba de unos diarios puestos encima de la mesa, con las manos, como se come, también, el pescado. Contaron el cuento de uno de la zona que a los hijos les ponía el nombre del mes en que nacían. A las primeras páginas las escribí en mi casa de Flores, creo que en 2013. La escena de la pesca, como ocurre en las pocas novelas que escribí, esta es la tercera, es la misma que escribí cuando empecé, apenas corregida. Escribí bastante y después la abandoné para escribir otras cosas. La retomé al año siguiente en un castillo de la Toscana donde pasé diez días en una residencia de artistas. Era un castillo del siglo XII. Los herederos eran un montón y se iban turnando para usarlo. En julio le correspondía a mi anifitrión y su esposa, dos italianos jóvenes y bellos que tenía una librería en Florencia. Mi habitación era hermosa y el wifi era muy malo así que no tenía más remedio que escribir, dar algunos paseos por la aldea, y volver a escribir. Ya casi al final de mi estadía releí el word que venía escribiendo con esa pasión de los escritores de las películas y me pareció pésimo. Sesenta páginas de más de lo mismo. Mis novelas son breves así que sesenta páginas de word es casi una novela. Abrí un documento nuevo y empecé a escribirla otra vez. En esa primera escena, como me pasa siempre, ya estaba el tono del resto pero no había sabido escucharlo. Volví a dejarla cuando regresé. Cada varios meses abría el archivo y sacaba o cambiaba una palabra; un punto. En 2018 me invitaron a un festival en Santa Fe y me pidieron que escribiera un ensayo breve sobre el litoral. Mientras lo escribía me acordé de que algo que después estaría en la novela lo había visto en un hotel de Concordia en 2010. Mucho antes de escuchar la anécdota en el asado. Un recorte de diario enmarcado y colgado en la recepción del hotel. No pensé, entonces, escribir sobre ello: solo me había llamado la atención mientras esperaba a que me dieran las llaves del cuarto y el control remoto del televisor. Después simplemente había olvidado ese recorte de diario. O eso creí.

Terminé de escribirla este verano, aquí donde vivo desde hace meses, en el limbo la cuarentena. Abajo de los árboles, tomando mate tereré mientras el viento traía, de a ratos, las risas y la charla de quienes disfrutaban de la pileta del fondo. De noche, escuchando discos viejos de Ramón Ayala, su voz joven y clarísima era el monte profundo saliendo del youtube. La terminé en soledad. Así se escribe siempre, después de todo. Sola, acompañada de los gatos y la perra, leyéndola en voz alta para mí. Casi nunca uso epígrafes pero esta tiene unos versos de Diario del fumigador de guardia, de Arnaldo Calveyra. Tal vez porque justo antes de terminarla murió el amigo que me había enseñado a Calveyra. La novela se llama No es un río.