Como es sabido, además de los fideos Maruchan con camarón, el otro gran invento de la humanidad es el libro. Objeto maravilloso, siempre a punto de desaparecer y sin embargo cada vez más actual, esta semana sentí que había llegado por fin el momento de que yo escribiera uno. Un libro. Y más aún, una novela, el género mayor por excelencia. Se me ocurrió una idea brillante, una trama atrapante, que aquí reproduzco brevemente: un personaje llamado K. tiene que llegar a un castillo llamado “Recuperación económica: segundo semestre”. K. se aloja en un pueblo vecino al castillo, pero no logra acceder a él. Finalmente llega hasta la puerta del castillo, pero un guardia le dice que ése no es el castillo que buscaba, y que el castillo “Recuperación económica: segundo semestre” se encuentra un poco más allá. K. sigue entonces el consejo del guardia, y camina durante un tiempo, hasta que logra llegar al castillo. Casi desahuciado, sube las escaleras, pero en la puerta del castillo otro guardia le indica que en realidad ése no es el castillo buscado, y que para llegar al castillo “Recuperación económica: segundo semestre” tenía que caminar un poco más, que el viaje iba a demorar más de la cuenta. K. camina otro extenuante tramo, llega al castillo, pero en la puerta otro ujier le señala que ése no es el castillo “Recuperación económica: segundo semestre”, y que para llegar a él debía marchar bastante más, un largo tiempo. La escena se repite una y otra vez, pero dejo aquí para no aburrir a mis hipotéticos lectores. Entusiasmado, llevé el manuscrito a un importante gerente de una editorial multinacional, pero me dijo que no iba a publicar el libro porque se parecía mucho a otro que había leído hace poco, aunque no recordaba cuál era. En fin.
De vuelta a casa tuve ganas de leer un rato. Entonces tomé de mi biblioteca Las colinas del hambre, de Rosa Wernicke, que la editorial rosarina Serapis publicó hace un par de años (deberíamos reparar en el catálogo de Serapis, del que leí con gran placer, entre otros libros, Asfódelos y otros cuentos, de Bernardo Couto Castillo, narrador mexicano en clave decadentista, y, por supuesto, Estas primeras tardes y otros poemas para la revolución, de Juan L. Ortiz). Publicada en 1943, la acción de Las colinas del hambre transcurre en el basural de Rosario en 1937, año en que en Brasil Graciliano Ramos escribe Vidas secas, libros que bien pueden leerse en sincronía (más allá de que el de Ramos ocupa un lugar central en la literatura brasileña, mientras que Rosa Wernicke, al contrario, apenas un sitio lateral entre nosotros). Novelas sociales, en ambas se percibe una influencia benéfica del marxismo (benéfica: novelas sociales alejadas de todo realismo socialista), una mirada rigurosa sobre la explotación del proletariado, y las condiciones de vida miserables de los pobres. En Las colinas del hambre la villa miseria es el escenario final de la vida de los humildes, y si tuviera que pensar en otra lectura cercana, ésa sería Estudios sobre los orígenes del peronismo, en el que Murmis y Portantiero describen la industrialización de la década del 30, y la consecuente migración del campo a los suburbios de las grandes ciudades, como condición de posibilidad para el surgimiento del peronismo. Rosa Wernicke cuenta la misma historia, pero con inmenso talento literario.