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Nuestros jardines

Las Memorias se erigen en medio de un lugar desolado, porque la literatura había sido asesinada por el clamor del siglo.

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Entre los programas favoritos de Flavia figuran las series que hace Monty Don, el gran experto en jardinería. Comentamos la adicción británica a los jardines y unos minutos después encuentro en las Memorias de ultratumba un pasaje en el que el Chateaubriand cuenta que los exiliados que volvían de Inglaterra planteaban un jardín inglés aunque solo tuvieran diez pies de tierra. Así como Flavia recurre a imaginar jardines, a mí las Memorias me sirven de calmante. Las dos mil páginas de Chateaubriand son un bálsamo, una lectura incomparable y grata, que no encontré en otros escritores. 

Las Memorias son un libro único, en parte porque a su autor le tocó ser demasiadas cosas: político, literato, historiador, teólogo, amante, viajero, observador atento del paisaje y la vegetación. En la introducción a la edición de Acantilado, Marc Fumaroli explica que Chateaubriand fue el pilar de una idea aristocrática y democrática de la sociedad, paralela a la de su sobrino Tocqueville; un antídoto contra el Terror al que se vuelve cada vez que el mundo desengaña a los que creen en el progreso a partir de la destrucción violenta del antiguo orden. Hoy esa idea está en alza, pero es posible que necesitemos volver al Vizconde, que en su juventud concibió la idea de refutar a Voltaire mediante El genio del cristianismo, un libro que compré de saldo en una edición horrenda.

Como contrapartida, tengo un libro hermoso, las Obras completas de Julien Gracq en La Pléiade, donde hay un artículo sobre Chateaubriand que sirvió como introducción a las Memorias en esa misma colección. El artículo se llama: “Le grand paon”, es decir “El gran pavo real”, y la comparación es muy justa. Pocos escritores se pavonean tanto como Chateaubriand y estas Memorias póstumas son el perfecto vehículo para un mandaparte. Pero ocurre que los pavos reales son muy bellos cuando despliegan la cola. Gracq observa que la vida de Chateaubriand como escritor fue muy atípica y se dividió en dos partes separadas por sus años como político (llegó a ser canciller) durante la Restauración. Sostiene que la parte seudoclásica de su obra está muerta, lo que me dispensa de abrir alguna vez ese genio del cristianismo que desafía mi presbicia. De las Memorias tiene la opinión contraria, aunque oculten mucho más de lo que muestran. Chateaubriand lo reconoce cuando anticipa su propósito: “No hay que presentar al mundo más que lo que es bello; no es mentir a Dios no descubrir de la propia vida más que lo que pueda mover a nuestros semejantes a sentimientos nobles y generosos”.

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No necesitamos que el pavo real nos cuente sus miserias. Nos gusta leer cómo se pasea olímpico y parsimonioso, cómo elige sus adversarios entre los más grandes: no solo Voltaire sino también Napoleón. Chateaubriand fue un político solitario, independiente aun de la monarquía a la que siempre adhirió. Gracq sostiene que como escritor no tuvo filiación: las Memorias se erigen en medio de un lugar desolado, porque la literatura había sido asesinada por el clamor del siglo. Instalado en ese vacío, dice Gracq, Chateaubriand llama en secreto a Rimbaud y a los escritores del porvenir. Gracq usa una frase de Claudel: “El grito de un pavo real no disimula la soledad de un jardín abandonado”. Y concluye: “Le debemos casi todo”.