Si por mí fuera, escribiría esta columna entera sobre el Fútbol Club Barcelona. Sobre los dos goles de Lionel Messi de hace algunos días (creo que vi el slalom del segundo alrededor de setenta veces en una semana), sobre el inesperado rencor de un técnico como José Mourinho, que llevó a Josep Guardiola a atacarlo verbalmente por primera vez, sobre cómo el apostar a largo plazo por una estética del fútbol y desarrollar una moral de equipo ha deparado un fenómeno como el del FCB, señalado como un ejemplo de belleza, excelencia y efectividad por futbolistas y deportistas en todo el mundo. Pocas cosas hubo la semana pasada que me dieran tanta alegría como la clasificación a la final de la Champions League, tanto que cometí el error de ponerme a hablar de fútbol como un desesperado (peor: como un fan, esa figura aborrecible) en una pequeña y exclusiva reunión de escritores en la que se presentaba un nuevo sello editorial (Mar Dulce, el emprendimiento de Gabriela Massuh, Juan Zorraquín y Damián Tabarovksy), más preocupado por el Manchester United, el próximo rival del Barcelona, que por el escritor francés Jean Echenoz, el novelista francés agasajado aquella noche.
Pero como éste no es el suplemento de deportes, mejor olvidar ese fugaz papelón y volver, si se puede, a la literatura, o a sus alrededores en este caso. Porque a horas de aparecer en la Argentina una nueva novela de Thomas Pynchon (Vicio propio), ese escritor genial e inclasificable nacido en Nueva York en 1937 y famoso tanto por sus libros como por su completa ausencia pública (no fotos, no entrevistas, no acudir a entregas de premios, ni siquiera a retirar el National Book Award, como sucedió en 1974), una nota en Los Angeles Times anuncia una exposición al menos curiosa que interesará a sus seguidores. Se trata de un obsequio de una pareja de amigos de Pynchon, Phyllis y Fred Gebauer, al Programa de Escritura de la UCLA: primeras ediciones autografiadas e incluso con ilustraciones del autor de La subasta del lote 49 y El arcoiris de gravedad. La pareja y Pynchon se conocieron en una fiesta en Seattle en los años 60, cuando Gebauer trabajaba para la Boeing y el escritor (al que ellos llaman simplemente “Tom”) también. Enseguida se pusieron a golpear en las teclas de un piano la canción de El Oso Yogui y a intercambiar chistes y juegos de palabras, y se hicieron amigos. Desde entonces, recibieron primero una copia de V. (1963) y otras de cada uno de los libros que el novelista fue publicando hasta la fecha.
Pynchon estuvo inmediatamente de acuerdo con la donación de los libros a la biblioteca de la UCLA (donde aparentemente pasó muchas tardes mientras vivía en Los Angeles), para recaudar fondos para becas de estudiantes. E incluso bromeó con la posibilidad de aparecer de sorpresa en la presentación de los ejemplares. Pero sólo mandó un escueto mensaje: “Buen trabajo, y buenas ondas para todos”. Todos aquellos a quienes la UCLA nos queda un poco lejos tenemos, mientras tanto, su nuevo libro, que se plantea, sólo en apariencia, como una novela negra. Y un deseo: ya va siendo tiempo de que Tusquets reedite el único libro de relatos de Pynchon, Un lento aprendizaje, cuentos de cuando era apenas un escritor principiante, que vienen acompañados de un prólogo en el que el autor disecciona esos textos con una inteligencia autocrítica implacable: un taller literario inmejorable, de apenas quince o veinte páginas.