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DEMOCRACIA E INFORMACION

¡O juremos con acuerdos vivir!

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En nuestro día a día experimentamos que es muy difícil actuar sin hacer algunas averiguaciones previas. El clima y los posibles inconvenientes en el tránsito son quizás los dos ejemplos más comunes. Al despertar nos fijamos si existe algún tipo de contratiempo, según el cual reorganizamos nuestra agenda.
Necesitamos esto personalmente y también como sociedad: saber dónde estamos para poder ir hacia donde queremos ir. Desde sus inicios, los Estados modernos han procurado recolectar información acerca de sí mismos para proyectar acciones y objetivos de largo plazo. Esto implica cuatro pasos: analizar la situación presente, identificar el destino deseado, pensar una estrategia y ejecutarla con una táctica adecuada.
En la Argentina, desde el regreso a la democracia se han reiterado las dificultades para afianzar los dos primeros pasos, lo que indefectiblemente repercutió en los dos últimos. En la actualidad, los investigadores tenemos serias dificultades para ponernos de acuerdo acerca de la información que mejor refleja la situación vigente. Abundan cifras diversas sobre pobreza, seguridad, educación e inflación. No hay acuerdos sólidos acerca de ellas.
Los diálogos entre los diversos actores políticos parten de estadísticas disímiles que consideran escenarios muy diferentes. Sobre este heterogéneo álbum de fotos de la realidad es muy complejo establecer metas comunes. No se puede pensar de aquí a diez años, si en el presente inmediato discutimos hasta el hartazgo –sin llegar a conclusiones comunes– los datos del aquí y ahora.
Si la información de lo ya ocurrido está en discusión y el futuro aún no es, entonces el acento se traslada al impulso de un presente continuo siempre cambiante. Esto impide cierta previsibilidad. Por el contrario, cuando el acuerdo técnico-político logra basarse en parámetros relativamente comunes, suele dejarse de lado la primacía apasionada del presente inmediato como motivador último de los procesos decisorios.
Habitar un espacio común implica también acordar en la información oficial que refleja nuestra historia. Esto no es sencillo. Menos aun cuando la realidad mediática nos abruma con múltiples porcentajes que para la mayoría de la población son imposibles de interpretar, lo que produce un circuito inflacionario: sobreabunda información que es poco creíble. Se suscita así una relativización de las cifras: no sólo se desconfía de ellas, sino que se sabe que en breve aparecerán otras muy distintas. Así, buena parte de la población queda aturdida en medio de la verborragia estadística. Este no es un buen signo ni para la ciudadanía, ni para la política ni para el Estado.
La democracia –como todo juego de gobierno de lo social– tiene sus reglas. Los datos acumulados forman parte de ese espacio público reglado y compartido que posibilita establecer estrategias y tácticas hacia el futuro. Cuidarlos y fortalecerlos significa preservar la construcción institucional de una democracia aún muy joven.
En este punto somos todos responsables. Salvo contadas excepciones, como ciudadanos no demandamos conocimiento público (por lo menos no como hemos sabido demandar seguridad). Nos guste o no nos guste, no nos interesa lo suficiente este asunto. Somos responsables de ello.
Para cambiar este panorama sería transcendental tener la capacidad de acordar –y respetar– algunas bases comunes a todos los colores políticos. Aspectos irrenunciables que sostengan una cierta previsibilidad en los modos de expresar y traducir las acciones de gobierno en datos. Dada nuestra accidentada historia institucional, los acuerdos que provoquen ciertos niveles de cohesión merecen una atención descomunal por parte de todos nosotros. Lograr esto es importantísimo. Si hay algo que no suma –en un mundo ya de por sí cambiante– es la adrenalina de la incertidumbre (tan nuestra, por cierto).

*Filósofo y doctor en Ciencias Sociales; @NicoJoseIsola.