La Luna cambia de tamaño. A veces es ilusión, otras percepción y ahora, zas, el escándalo: el cambio de tamaño es real.
Cuando la Luna sale, la vemos enorme sobre el horizonte porque podemos compararla con puntos conocidos de la tierra. Cuando asciende y ya no tiene referencias cercanas, nos parece mucho más chica. Este cambio no es tal.
La Luna está a unos 386.000 km, pero como su órbita es una elipse, a lo largo del mes se aleja hasta unos 40.000 km. Así que en ocasiones la veremos más chica. Este otro cambio, que paradójicamente no percibimos a simple vista, es un poco más real que el otro, el supuestamente evidente.
Pero los cuerpos, al enfriarse, se contraen y la Luna no es una excepción. Desde su formación, no ha hecho más que enfriarse y los científicos (no me pregunten cuáles) calculan que perdió unos cincuenta metros de diámetro. ¿Es mucho, es poco, importa? Opera como una de esas simpáticas atrocidades especulativas que juegan a poner en jaque nuestros absolutos, entre los que los planetas tienen un papel pseudocientífico privilegiado. Las partes profundas de la Luna se contraen por el frío y esto produce terremotos. Vamos a llamarlos lunamotos, ya que estamos. Las capas superficiales se hunden para rellenar esos vacíos y así la Luna se va comportando como un globo eterno que se desinfla. Su superficie está llena de cráteres no solo por la colisión de meteoritos de toda laya sino también por estos hundimientos y lunamotos.
No me importa ni me deja de importar. No incide en nuestra vida terrestre. Pero es una revelación siniestra, algo unheimlich en términos freudianos: lo que parece familiar y conocido, lo que ha estado allí siempre inalterable, adquiere de pronto una naturaleza extraña, un cariz desconocido. Descartamos primero una ilusión, entendemos luego una apariencia y finalmente nos topamos con lo siniestro: es más chica. Ya no miro la Luna del mismo modo. Poco importa. Para nosotros, la Luna no es mucho más que una palabra.