Además de Eurasia, la segunda escenografía en la que se desarrolla la trama de la lucha por el predominio y el mantenimiento del statu quo por un lado, y el de su modificación por el otro, es el océano Pacífico.
Entre las orillas del más grande de los océanos, tres actores de fuste, Estados Unidos, China y Rusia, mueven lentamente sus posiciones en el nuevo (y a la vez antiguo) escenario configurado por la historia de sus relaciones, sus alianzas y sus enfrentamientos, sumados a los intereses que los animan y al poder económico y militar que los respalda. Interactuando con ellos, se alinea un número significativo de países, especialmente los situados en el área noroccidental del Pacífico: Japón, Filipinas, Indonesia, Vietnam, Singapur, Malasia, Corea del Sur y del Norte, junto a Tailandia y Birmania. Y también Australia.
La historia del imperio chino se ha desarrollado durante los últimos 2.500 años en el centro del Asia y a lo largo de su extenso litoral sobre el océano Pacífico (desde el mar Amarillo hasta el mar de China meridional, pasando por el mar de China oriental). La presencia y predominio de China en esa enorme área marítima se caracterizó por el esfuerzo de dinastías sucesivas por concentrar las energías del Estado en ordenar y administrar el vasto territorio imperial y por la ausencia de voluntad de conquista y un relativo desinterés en desarrollar técnicas navales.
Notables excepciones a lo dicho fueron las expediciones diplomáticas y navales emprendidas por el almirante eunuco Zengh He entre 1403 y 1433, bajo la dinastía Ming (1368-1644). En ese período, China establece relaciones con lejanos reinos de la península arábiga.
La llegada de los EE.UU. al área de influencia china se produce en 1844, menos de setenta años después de la declaración de la independencia de ese país; por el tratado de Wangxia, los americanos consiguen la apertura comercial de ciertos puertos. Esa presencia comercial se amplia a una dimensión militar y diplomática durante la Guerra del Opio y sobre todo después de la rebelión de los bóxers, primer estallido del nacionalismo chino. Washington consigue de la corrupta dinastía Quing el goce de un estatuto similar al que amparaba a Francia y Gran Bretaña, entre otras potencias europeas, incluyendo enclaves extraterritoriales.
En ese malhadado –para China– siglo (el XIX, a veces descrito por ellos como el “de la gran humillación”), EE.UU. sanciona en 1882 la “Ley de Exclusión de los Chinos”, que les prohibirá durante sesenta años la entrada al país. En esa época, se registra la enérgica llegada del poder yanqui a Japón en la persona del comodoro Matthew Perry (1853). La bandera original del buque de Perry –los japoneses lo recuerdan– adornó la cubierta del acorazado Missouri mientras se firmaba la rendición de Japón, en la bahía de Tokio, el 2 de septiembre de 1945.
Sesenta y nueve años después, Japón es fiel aliado de Washington y pugna por sacarse el corsé jurídico que le impide armarse más allá de los límites de su propia defensa. Limitación constitucional prevista en el ultimátum aliado a Tokio, acordado en el palacio de Cecilienhof (Potsdam), el 26 de julio de 1945 entre Stalin, Truman y Attlee y concordado luego con China y Francia.
La persistencia de Japón en enfrentarse con China –apoyándose en la alianza con su ex enemigo– es una recurrencia histórica cuyos antecedentes incluyen la invasión de Manchuria en el siglo pasado y las acciones poco conciliatorias del primer ministro Abe, que incluyeron, en enero de 2014, su visita al mausoleo de Yasukuni, erigido en memoria de criminales de guerra japoneses que perpetraron atrocidades en China.
Pekín emitió en esos días un comunicado exhortando a Tokio a seguir el ejemplo del canciller de Alemania Willy Brandt, quien en 1970 visitó un monumento construido por los polacos para recordar a los judíos asesinados por los nazis; y, en un gesto que quedó labrado en la memoria, se puso de rodillas.
Igualmente ilustrativa del alineamiento de diferentes actores es la flamante declaración del primer ministro de Australia, Tony Abbott, quien expresó admiración por “la pericia y el sentido del honor” de los submarinistas japoneses muertos en el ataque a Sydney en 1942, y dijo que, sobre los crímenes nipones durante la Segunda Guerra Mundial, “estamos en desacuerdo con lo que hicieron”.
Como otros países de la región, Japón y Australia actúan en sintonía con el importante cambio de la política global de Washington, que se produjo en noviembre de 2011 y comenzó a traducirse en políticas específicas para la región Asia-Pacífico a partir del año siguiente.
Así como el “largo cable” que envió el embajador Kennan desde Moscú definió la política norteamericana de “contención” con respecto a la URSS, el artículo firmado por la secretaria de Estado Hillary Clinton y publicado en Foreign Policy señaló el momento en que los EE.UU. decidieron cambiar el eje de su esfuerzo diplomático y de defensa.
El extenso “El Siglo de América en el Pacífico” resiste una síntesis, pero algunos conceptos formulados en tono de arenga resultan suficientemente luminosos. Anuncia la señora de Clinton un “pivote” estratégico de la política exterior norteamericana: del Oriente Cercano al Asia oriental; asevera luego que “Estados Unidos es una potencia tanto del Atlántico como del Pacífico” y, luego de identificar a los “tres gigantes del Asia-Pacífico: China, la India y los EE.UU.”, anuncia la decisión americana de generar una alianza similar a la de la OTAN (Atlántico norte) para el Pacífico y el Indico. Ello, con la triple finalidad de: “Mantener nuestro liderazgo, asegurar nuestros intereses y hacer avanzar nuestros valores”.
La prudencia desaparece cuando, tras recordar que la mitad del tonelaje marítimo mundial pasa por el mar de la China, la dirigente yanqui señala el deber norteamericano de “defender la libertad de navegación en el mar del sur de la China”.
Rusia, a pesar de la geografía y la historia (ambas rotundas sobre su pertenencia a Asia y al Pacífico), no es mencionada –ni como gigante ni como pigmeo– en el artículo. En cambio, hay una señal de templanza al no aparecer en enumeración alguna la isla de Taiwán.
La película de Nicholas Ray 55 días en Pekín, como tantas otras que petrifican en el público relatos arbitrarios o erróneos, atribuye a los rebeldes Yi He Tuan (bóxers) el atraso, el fanatismo y la crueldad. Tanto ellos como la emperatriz viuda Xi Ci son vestidos con roles patéticos. La actuación de la espléndida Ava Gardner como baronesa rusa apenas alivia la adulteración del contexto que rodeó la rebelión.
EE.UU. y China difieren en poderío y en los cimientos de sus poderíos. Washington ha venido ampliando sin cesar su zona de dominio y predominio territorial; desde las cesiones y compras de Florida, California y Texas, a mediados del siglo XIX, hasta su actual despliegue mundial.
Desde la edad de bronce, China continental e insular se fracturó, se contrajo y volvió a rearmarse y a estirarse varias veces y a lo largo de muchas dinastías.
Nunca fue más allá de su espacio “natural”. Hoy posee unidad étnica (92% de etnia Han), lingüística y político administrativa y ninguna aspiración territorial por fuera de sus fronteras. Naturalmente, su incesante crecimiento altera el statu quo y despierta inquietudes.
Nicolás Maquiavelo dice en El Príncipe que: “Nada hay más difícil en política que fundar un nuevo orden”. China no parece querer reemplazar el predominio global americano por uno con sede en Pekín, pero probablemente sí aspire (y obre) para equilibrar, al menos en el Asia-Pacífico, un predomino demasiado humillante en el pasado y sostenido hoy con el apoyo de países que también invadieron y humillaron al Reino del Medio.
(Fin)