Hay olor a guerra. El humo acre que ha venido sobrevolando hace muchos días a toda la región metropolitana de Buenos Aires parece la exacta metáfora de lo que sucede en una sociedad de cuyo seno emerge, con lúgubre suavidad, el sonido de los tambores bélicos.
Es una época marcada por la hegemonía oficial de un grupo gobernante que insiste en que es sano y estimulante aceptar la dura realidad del conflicto, que la vida es eso, confrontar. Hacerlo, dice, es legítimo y, además, necesario.
Eso hacen: autodefinidos como paladines de un interés popular que (“ahora sí”, se ufanan) no se escabulle ni se maquilla, les pelean a sectores económicos, políticos y culturales la agenda diaria y la conducción de la sociedad.
Eso encarna gente como Guillermo Moreno, Ricardo Jaime y Enrique Albistur. Pero conviene no equivocarse. No es que ellos sólo produzcan lo que, despectivamente, se describe como el sufrimiento estético de una burguesía educada y alérgica a los excesos del populismo.
Esos apellidos que llenan la siempre fugaz primera plana de las vibraciones periodísticas son apenas representaciones simplificadas de algo mucho más grave, una mutación fuerte a la que la Argentina asiste sin entender bien sus explosivos portentos posibles.
Embebido de la noción de que esta gobernabilidad intemperante es sólo la traducción política adecuada de lo que vivieron como triunfo electoral inapelable, el grupo gobernante genera una artificial pero poderosa adhesión en ámbitos entusiasmados con la noción de un poder presidencial recuperado.
¿Qué se nos dice desde el vozarrón unilateral del oficialismo? Primero, se escucha un agreste “nosotros mandamos, y nadie más”. Además, advierten: “Escuchamos y hasta les servimos café a los que invitamos a nuestros salones, pero las decisiones y las órdenes ejecutivas solo se toman desde una autoridad inexorable, la nuestra”.
¿Por qué el Gobierno manda de esta manera? No hablo aquí de modales, ni de desodorantes: aludo al desnudo ejercicio del mando asentado en la certeza de que esa hegemonía oficial es el poder del pueblo.
Ese poder elige interlocutores y también condena al ostracismo a quienes ellos consideran que lo merecen. Desde el núcleo del poder central se han configurado unívocamente los campos: aliados y enemigos del espectro oficial.
No sería saludable asustarse demasiado, por ahora, pero es prudente subrayar los rasgos extremadamente volátiles de este sistema, basado en una centralidad tan impiadosa.
Desde el Gobierno, una mirada arcaica, empapada de los valores ideológicos prevalecientes hace 40 años, descalifica el peso específico de profundos movimientos sociales que se han producido en la Argentina como en otras partes del mundo.
El amontonamiento del poder central genera suspicacia, produce activo recelo, rechazo y hasta resistencia activa. Esto es válido tanto para Italia como para Bolivia, en Padania como en Santa Cruz de la Sierra. También viene produciendo esa reacción en el país de los argentinos.
Por una parte, nada parece tranquilizar más a muchos semiólogos, comunicólogos, politólogos y sociólogos que chapotear en las contaminadas aguas del etiquetamiento primitivo (para quienes en la Argentina lo que hay es un enfrentamiento entre izquierda y derecha), en lugar de tomar en cuenta la resistencia derivada de legítimos intereses locales, provinciales y regionales, reclamos acuciantes y, además, elocuentemente contemporáneos.
El campo le está diciendo al régimen central que el país no es propiedad intangible de la funcionariocracia incrustada en la Capital Federal.
Quienes se rebelan contra el manejo despótico de los recursos públicos, no se alzan en realidad “contra la Argentina”, sino contra la manera de ocupar el Estado y gobernar con supremo desdén por las particularidades.
Este no es un conflicto entre el Estado y la empresa privada como el que se planteó hace 15 años. Es otro dilema, encarna otra densidad histórica, dramatiza nuevas categorías y condena –por estériles– a conceptos totalmente arcaicos.
Las poderosas fuerzas autonomistas que, por ejemplo, vibran en la Bolivia subtropical y productiva harta de esos jarabes recalentados de ideologismo andino, equivalen, salvando las distancias, a los millones de italianos del Véneto, la Lombardía y el Piamonte a los que el fin de semana pasado se unieron grandes franjas demográficas, interesadas menos en la cháchara libresca que en pragmáticas medidas destinadas a recuperar poder de decisión y control de sus propios intereses.
¿Fascistas? ¿Secesionistas? ¿Discriminadores? Claro que tanto en Santa Cruz de la Sierra como en Verona hay gente desagradablemente antidemocrática y culturalmente troglodita, pero no son los dueños del escenario y no encarnan todo el conflicto, ni mucho menos.
Con su uso descomedido e hiriente de los recursos federales, el gobierno argentino viene sofocando a enteras regiones nacionales, del mismo modo que lo hace con categorías y gremios a los que aplica su avasalladora estrategia de aumento de precios, subsidios selectivos y compensaciones ajenas a todo marco normativo, civilizado y previsible.
Eso es, en definitiva, lo que representan Moreno, o Ricardo Jaime. Son artilleros confesos que hacen la ofrenda y compran peones, torres y alfiles. Su cobertura cultural la disfrazan de una reciedumbre de modos que sería producto de la escabrosa pelea que libran contra “los enemigos del pueblo”.
Así las cosas, la Argentina verifica la naturaleza tóxica de un sistema de bochornosa verticalidad concentrada. Si, por un imponderable, personas como Moreno quedaran fuera de escena por dos semanas, ¿cómo se manejaría el Gobierno para controlar, presionar, vigilar, advertir y castigar?
El sistema oficial es que todo debe bajar siempre “de arriba”: subsidios, compensaciones, estímulos, premios y negativas.
Si la presidenta Cristina Kirchner dice públicamente que admira a Alemania y que la entusiasma el funcionamiento de sociedades más equilibradas y maduras, o miente, o vive autoconvencida de algo que no existe. Es que, detrás de los, por ahora, asordinados refunfuños de las primeras líneas de reclamantes y resistentes, se advierte el rumor de una vasta sociedad que, no se sabe bien aún con qué consecuencias, no se siente conforme.