Pasan y pasan a todo lo que da un montón de autos de la policía por la avenida haciendo sonar las sirenas a mil y uno decibeles. Nos preguntamos qué estará sucediendo y si los autos van hacia el sur o hacia el norte para empezar a imaginarnos tiroteos entre bandas rivales o atroces asesinatos con sangre por todas partes. No abrimos las persianas para mirar: nos basta con el bochinche de las sirenas. Podrían ser más discretos, ¿no? Las sirenas, las de verdad, las del cuerpo de doncella y cola de pez, no eran tan escandalosas. A juzgar por la tradición eran más bien mesuradas, juiciosas y prudentes. Cantaban, es cierto; cantaban sentaditas en las rocas a la orilla del mar, y se peinaban cual adolescentes que se planchan el pelo o se hacen la toca o se ponen bigudíes o lo que venga. Y de vez en cuando se llevaban a algún galán joven y fornido hacia el fondo del mar para que les hiciera compañía. Los griegos sabían mucho de esto, no sé si usted se acuerda. Ahora, claro, y en Rosario, la cosa está un poco perdida, como olvidada diría. Hay que tener en cuenta que acá no estamos frente al mar sino al costado de su padre, el Paraná. Por estos lugares no tenemos sirenas. O por lo menos, si las hay, nadie las ha visto. Aunque, como siempre, hay quienes sostienen que sí tenemos sirenas, pero que son sirenas de río, no de mar. Por qué no. Si hay peces de río y peces de mar, y si hay algunos que incluso migran de unas aguas a otras como quien va de la sala al comedor, por qué no habría junto al Paraná sirenas de río que se sienten en las barrancas a cantar y a peinarse y a esperar ya que estamos a algún morocho alto de ojos verdes que pase por el lugar y que pueda caer en sus redes, las de ellas. Por qué no. Dicen algunos que dicen que saben, que las sirenas del Paraná salen despacito y en silencio de entre las aguas barrosas y buscan un lugar escondido de miradas indiscretas en el que se sientan a peinarse. Llevan espejo, por supuesto, para ver cómo les van quedando los bucles. También llevan en la mano ahuecada una flor, una Dricafullu variegata que se pondrán aquí en la cabeza, cerca de la sien derecha una vez que el peinado les quede a su gusto. La dricafullu, ya se sabe, es casi transparente, pero en la oscuridad absoluta, cuando no hay luna ni luces de la calle ahí atrás, brillan. Sí, eso se dice, que brillan. Y a las sirenas les encantan los brillos. Yo no las he visto nunca. Cierto que no suelo andar paseando por las barrancas a horas de la noche, pero es que ni siquiera he oído de primera mano a alguien que las haya visto u oído. Una lástima. No me hace muy feliz pensar que pasarán y se perderán sin que nadie nunca las vea y las oiga. Caramba, ¿qué va a quedar de ellas? ¿Nada? ¿Ni siquiera el recuerdo junto con el de las islas flotantes de camalotes que bajan del norte cuando hay lluvias adecuadas, trayendo en el lomo boas constrictores, gatos monteses y hasta algún puma? Ay. Por favor, si usted llega a verlas o sabe de alguien que las vio, avíseme. Gracias.