Ahora que la política, los medios, los jueces y los servicios de inteligencia (la cuarta institución evidentemente incluye a las tres anteriores) giran en torno a unos cuadernos que no aparecen y a la capacidad de unas fotocopias para generar decenas de detenciones y para lograr que se cambie de tema de conversación social –al menos por unas horas: la desgracia económica siempre reaparece, más allá de cualquier intento de manipulación de masas–, es un buen momento para hilvanar lo que sucede en el amplio horizonte de interrogaciones acerca de la relación entre original y copia, entre autenticidad y pérdida de la autenticidad, entre repetición y diferencia, temas nodales en la estética moderna. Primero Walter Benjamin, por supuesto, en su texto canónico La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, ensayo tantas y tantas veces citado, glosado, deformado, utilizado, que no vale la pena volver a hacerlo en este entretenimiento dominical. Luego Borges, también por supuesto, en toda su obra, pero en especial en Del rigor en la ciencia, breve relato en el que un mapa reemplaza al territorio real.
Menos centrales en la tradición literaria y filosófica, prefiero reparar en dos libros menores sobre el asunto, no carentes de interés, sin embargo. Uno es La utopía de la copia, de Mercedes Bunz (Interzona, Buenos Aires, 2007, selección y traducción de Cecilia Pavón). En la línea de investigaciones sobre el pop a lo Diedrich Diederichsen, Bunz no se priva de cierto tono provocador en su elogio de la copia frente al original: “La copia idéntica, su logística de la duplicación, su lógica de la repetición, desafían el orden establecido al escapar de él y, así, interrumpirlo”. Más tarde el libro avanza sobre decenas de grupos de rock y artistas pop que van en esa dirección.
El otro es La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos, de Hillel Schwartz (Cátedra, Barcelona, 1996, traducción de Miguel Talens). Es un libro tal vez menos ambicioso intelectualmente que el de Bunz, pero a la vez más logrado: lo suyo son los ejemplos, las informaciones, los casos, todos muy bien elegidos, llenos de datos y de materiales para, luego, reflexionar en todas las direcciones. Copio yo ahora, entonces: “Con la Xerox 914 introducida en 1960, la xerografía se convirtió al mismo tiempo en algo común y extraordinario. En los anuncios de televisión de 1961, un hombre le daba un documento a una niñita de seis años que corría a una Xerox 914, apretaba un botón, esperaba diez segundos y regresaba feliz con la copia. En 1965 apareció la Xerox 2400, capaz de lograr mil cuatrocientas imágenes en una hora, cuarenta páginas por minuto, casi una copia por segundo. En 1971 se fotocopiaban unos veinticuatro mi millones de páginas al año solo en Estados Unidos (…) en 1986, doscientos treinta y cuatro mil millones”. Un poco antes, Schwartz se permite una bella licencia poética: “La fotocopia no guarda fidelidad a la materia, sino a la luz”.
Volviendo al asunto de estos días, nada mejor que recordar la publicidad de lanzamiento de la Xerox 914. Una alegre secretaria con blusa y pollera ajustadas, con la mano sobre la fotocopiadora, mientras dice: “Copia en unos segundos cualquier cosa escrita, mecanografiada, impresa, pegada o dibujada. Y las copias muchas veces parecen mejores que el original”.