Preferiría irme de vacaciones, estimado señor, le juro, vea. Y es que pasan tantas cosas, una encima de la otra, la otra al lado de la una y todas más o menos mezcladas, que el panorama se va poniendo gris clarito primero, gris oscuro al rato y ya a esta altura del debate la cosa viene más negra que la conciencia (si la tiene) de Bubú el Duendecillo Sonriente del Bosque Encantado. Entonces una dice qué hago, qué escribo, de qué puedo hablar, qué se me ocurre. Nada, no se me ocurre nada, querida señora, porque a una la tironean de todos lados y en cuanto una cree que ha encontrado el tema, sale otro tema por televisión o radio o amiga que llama por teléfono y dice ¿te enteraste? y sonamos. Es ahí cuando una sueña con un hotel en la montaña o al lado de un río, con terrazas, bar, piscina, gimnasio, agua termal y otras lindezas. ¿Se da cuenta de por qué preferiría irme de vacaciones? Sí, exactamente por eso, porque quiero otra clase de vida. Una vida en la cual ocuparme de lo que me gusta, de mi oficio, de lo que me enamora y me da grandes satisfacciones, Una vida en la cual el precio del aceite, el azúcar, el asado de tira y el detergente no aumente al doble cada doce horas. Una vida sin sobresaltos de funcionarios corruptos, canas que son cómplices de los choros, arcas casi vacías en el Banco Central, periodistas obsecuentes comprados, periodistas independientes perseguidos, cada vez más pobres, cada vez más villas miseria, cada vez más droga, jueces a sueldo del Poder Ejecutivo, jueces independientes a los que se les pasa la soga al cuello para que obedezcan y no hablemos de fiscales honestos a los que se les inventan pasos en falso para poder sacarlos del medio. Una vida serena en la que los sobresaltos vengan de lo que una piensa y hace, no de los que deberían proporcionarle a una la tranquilidad que le hace falta para dormir en paz y despertar con un cielo sin nubes y un suelo sin temblores. Eso.