COLUMNISTAS
INFLACION Y TIPO DE CAMBIO

Otra semana de pesadilla

El Gobierno parece haber perdido el control de temas sensibles para la sociedad. Política playera vs. economía de bolsillo.

BORIS KICILLOF ‘KARLOFF’ DE TERROR.
| Dibujo: Pablo Temes.

Fue otra semana de pesadilla. Todo junto, la economía, la política, la delincuencia, la meteorología. El país se parece al pobre chacarero del chiste, muy pobre el hombre, al que le cae desgracia tras desgracia, enviuda, la seca lo arruina, muere su caballo, un rayo le destroza el rancho, y finalmente el pobre hombre se arrodilla implorando al cielo y se atreve a preguntar: “Señor, por favor, decime, ¿qué te he hecho para merecer esto?”, a lo que la voz desde el cielo le responde: “No me has hecho nada, pero ¡me exasperás!”. La Argentina exaspera, no sabemos si a Dios, pero seguro al destino.

Un gobierno que parece haber perdido el control de la situación, además ya ahora carente de relato. Un ministro dice que lo que sucede es obra del mercado mientras otro dice que finalmente el dólar está donde debía estar; un ministro dice que los que querían una megadevaluación no la tendrán y otro dice que el Gobierno... La Presidenta parece vivir otra historia, en otro mundo, y ya no habla de lo que ocurre en el país ni de la política de gobierno. Ocasionalmente aparece siempre algún culpable –los neoliberales de los años 90, o algún capitalista especulador–, pero se ha esfumado el hilo conductor del libreto. En paralelo, se mueve otra historia: 2015. Scioli, Massa, el macrismo y la oposición no peronista, moviendo cada uno sus piezas sin mayor apuro, pero sin arriesgar ceder demasiado terreno a los demás. Mar del Plata es la escena imprescindible. Pero por ahora esa historia preelectoral anticipada no tiene mucho rating entre los espectadores, aun cuando la prensa se ocupa continuamente de ella. La preocupación de la calle se concentra en la economía.

En la economía, con gobierno o sin gobierno, las cosas no van bien. Incertidumbre, falta de señales consistentes, dudas razonables o producto del temor, lo cierto es que la situación lleva a paralizar decisiones microeconómicas y a angustiar al ciudadano común. Con el dólar de mercado fluctuando por encima de los 10 pesos, el argentino medio se levanta cada día haciendo una cuenta: ¿cuánto estoy ganando yo en moneda constante? Mil dólares por mes –suponiendo gruesamente un valor promedio del ingreso de bolsillo en los diez mil pesos mensuales– bastan para deprimir por el resto del día a casi todo argentino medio. Su lugar en el mundo está sellado: pertenece a un país donde el esfuerzo personal no es competitivo; los gastos y los gustos de cada semana se recortan, una simple laptop le cuesta más de un mes de sueldo, los proyectos se suspenden, las ilusiones se caen. Y con esas ilusiones vuelan también otras, las de índole política, que lo llevaron a definir su voto durante los últimos diez años, soñando con que era posible crecer y prosperar desafiando los principios que casi todo el mundo acepta, imaginando que la Argentina podía acercarse al ideal de la sociedad justa e igualitaria sin pagar los costos descomunales que pagaron, por decir algo, los cubanos. No hay milagros, ésa es la dura realidad, que es “la única verdad” –pocas veces como estos días ha sido tan citado ese dictum del General–.
Inflación y tipo de cambio son las claves de los avatares del país, los dos aspectos de la realidad a los que nuestra sociedad parece más sensible. También los dos principios centrales en la visión del país que orientó a Néstor Kirchner durante su presidencia: la inflación no debía superar un dígito y la devaluación del peso no debía ser la variable de ajuste. No sucedió, y la Argentina volvió a parecerse a sí misma y a exasperar al destino.

En nuestro país, la curva que describe la inflación a través del tiempo se correlaciona notablemente con la curva de la aprobación de los gobiernos. Este gobierno pudo ilusionarse durante unos pocos años con que la inflación dibujada desde el Indec tranquilizaba a la gente, por mucho que los medios de prensa y los economistas hablasen en contra.

Pero no fue así, lo que tranquilizó a la sociedad por un tiempo fue que la economía crecía a altas tasas, lo que tornaba más tolerable una inflación alta pero estable; el dibujo fue sin duda negativo y jugó siempre en contra de la credibilidad del Gobierno. En cuanto al tipo de cambio, la historia es tan elocuente que no hace falta agregar nada. La serie histórica de largo plazo del tipo de cambio real deflactado por precios al consumidor –me baso en la producida por Orlando Ferreres en la Fundación Norte y Sur– es la historia del país. La crisis de 1890 produjo una devaluación importante, pero transitoria. La crisis de 1930 produjo una devaluación que fue estable. El dólar que encontró Perón cuando asumió el gobierno era el mismo de 1930; pero las cosas se le fueron de las manos y en 1949 comenzó una escalada devaluatoria que siguió por décadas, con grandes fluctuaciones. Recién en 1990 se produce una apreciación del peso con estabilidad cambiaria –y de precios– que duró diez años. Kirchner recibió el dólar producto de la crisis de 2001/2002. Y la historia desde entonces es conocida.

A principios del siglo XVIII, setenta años antes de la revolución, en Francia podía creerse que lo que sucedía en la economía era lo que el Gobierno decidía, como lo creía el mago de la moneda de aquellos tiempos, John Law, quien llevó el país al desastre –lo que por cierto no era novedoso: el Estado francés había estado en quiebra tres veces en los cien años precedentes–. Pensar de esa manera en nuestros tiempos es tan infantil que cuesta encontrar adjetivos para calificarlo. Ideológico, suele decirse. “Ideológico”, tal como Marx usaba la palabra, significa ni más ni menos que equivocado; la justificación habitual de las razones ideológicas es que el saber convencional, o académico, es también ideológico, y que se trata entonces de una competencia entre distintas ideologías, entre distintas equivocaciones. En eso estamos.

La gente habitualmente espera de sus gobiernos algo más que respuestas políticas; los ve como la fuente de decisiones cruciales. Y espera de los dirigentes políticos opositores al Gobierno algo más que discursos opositores; deberían ser la fuente de visiones alternativas para dar respuestas a los problemas. Ahora no hay ni lo uno ni lo otro.