En agosto de 2010, Michelle Obama, la esposa del entonces presidente estadounidense, y su hija Sasha visitaron a los reyes de España en su residencia de verano, el palacio de Marivent en Palma de Mallorca. En la escalinata del palacio estaban, entonces, Juan Carlos junto a la reina Sofía esperando la llegada de las invitadas.
Las imágenes de vídeo, captadas por la agencia Efe, muestran a los reyes con cara de circunstancia mirando hacia un lateral donde se supone que está el camino por donde llegarían la primera dama con su niña. De repente, en lo alto de la escalera, aparecen unas piernas de mujer que bajan unos escalones con suma cautela. La cámara abre el plano para que descubramos que se trata de la entonces princesa de Asturias y actual reina ataviada con un vestido blanco. Pero, al tiempo que la reconocemos, esta detiene su descenso y se desplaza hasta una de las columnas de la entrada como si algo le impidiera seguir la acción lógica, es decir, llegar hasta donde están sus suegros para esperar juntos a la invitada. Pasan unos segundos, imaginamos que pocos ya que el siguiente plano está editado por corte y en él vemos a Juan Carlos que gira sobre sí y con un gesto de su mano izquierda le indica a la princesa que se una a ellos. El gesto del rey no parece cómodo ni el descenso de la ella espontáneo ni mucho menos voluntario, más bien da la impresión de estar pensando como Bartleby, el personaje de Melville: “preferiría no hacerlo”. Finalmente, las imágenes se centran sobre Michelle y Sasha Obama que, al fin, arriban. Todos posan ante los medios hasta que les dan la espalda y suben hacia el interior del palacio.
El titubeo de la exprincesa de Asturias, su demora en un discreto lateral amparada por una columna que prácticamente la oculta, su temeroso descenso e incluso el estatismo de los reyes que no se mueven del umbral de la escalinata evocan imágenes de El ángel exterminador de Luis Buñuel. El argumento de la película gira alrededor de un grupo de personas de la alta sociedad que acaban de salir del teatro y se dirigen a la casa de una de ellas para cenar y terminar la velada. Por razones que hasta los propios personajes desconocen, el personal de servicio comienza a desertar cuando llegan los invitados. En un determinado momento ninguno de los personajes podrá salir del salón. No hay explicación para esto. Todos se paran frente a la abertura que separa el salón donde están reunidos en torno al piano y la siguiente habitación de la casa y ninguno, muy a su pesar, puede dar un paso. Se aproximan con cautela, como la exprincesa Letizia en la escalinata de Marivent, pero llegan a un umbral que no puede atravesar. Así comienza todo. Pasan días o tal vez meses porque se pierde la noción del tiempo. La locura, la enfermedad y la muerte no estarán ausentes en la trama. En la calle, la gente se arremolina alrededor de la casa que bien podría ser un palacio por sus dimensiones y nadie se anima ni puede cruzar el portal de la inmensa explanada que separa la acera de la vivienda. Finalmente, a través de una simetría, es decir, recuperando cada uno el lugar donde estaba ubicado en el momento que tomaron conciencia del encierro, pueden atravesar el muro invisible que les había enclaustrado. Pero, días después, ya al final de la película, los mismos personajes vuelven a quedar encerrados en una iglesia junto al resto de feligreses y los sacerdotes oficiantes de una misa que acaba de concluir. En la calle, mientras tanto, comienzan disturbios que la policía reprime.
Buñuel dice, con respecto a esta película, que solo ve a un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren: salir de una habitación. Lo curioso es que una vez que lo han conseguido, el problema se repite en mayor escala. Buñuel siempre detestó que los críticos interpretaran sus películas ya que le interesaba más el efecto que estas producían en el espectador que la construcción de un sentido a partir de las imágenes. Pero las escenas finales de El ángel exterminador parecen no necesitar muchas explicaciones ni mayor esfuerzo de comprensión. Que la capa más alta de la sociedad y la jerarquía eclesiástica se vean impedidas de salir del templo mientras en la calle crece el desorden no pide demasiado análisis.
El capital simbólico de Juan Carlos I se acumuló en torno a la Transición: ya se sabe como se erosionó. La familia se ha ido reduciendo hasta la mínima expresión. Felipe VI, la reina Letizia y las dos hijas. El resto ha quedado fuera de cuadro, literalmente.
Hay quien opina que todo este bucle –la saga de los Borbones en la encrucijada– es un tema para Luis García Berlanga, pero aún es pronto para la poética del esperpento. Este presente que no cesa, que se dilata como un reloj de Dalí pide la referencia de su amigo Buñuel desde el cual, se puede leer aquel titubeo de Letizia Ortiz: preferiría no haberlo hecho.
*Escritor y periodista.